El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra y si en 2006, en vísperas de la devastadora crisis financiera que nos asoló, la CNMV abrió la puerta de los ‘hedge fund’ a los minoritarios, ahora es el Gobierno el que, a través de la Ley de creación y crecimiento de empresas -BOE del 29 de septiembre-, ha autorizado a los bancos a vender fondos de capital riesgo a particulares, que podrán invertir a partir de 10.000 euros, siempre y cuando esa cantidad no exceda el 10% de su patrimonio financiero, que no debe ser superior a los 500.000 euros.
El capital riesgo implica justo eso: mucho riesgo. Estamos hablando de inversiones en startups, empresas de nueva creación con grandes posibilidades de crecimiento, pero también de fracaso. De hecho, siete de cada diez no alcanzan los tres años de vida.
Para entendernos, el capital riesgo, además de arriesgado -nunca insistiremos lo suficiente- tiene varios problemas. El primero es que no tiene ninguna liquidez, es decir, el inversor no puede salirse hasta que no se cumple el plazo establecido. Y si la cosa se tuerce lo más normal es que pierda todo su dinero.
Además, al ser startups, la información acerca de esa inversión suele brillar por su ausencia. La renta variable, aunque también es arriesgada, al menos ofrece información y, además, tiene muchos inversores vigilando su evolución.
Pero lo más llamativo de todo esto es que la aprobación se produce en el momento más delicado para el capital riesgo. Efectivamente, el capital riesgo es una inversión muy apalancada, por definición, y ese apalancamiento sufre especialmente cuando suben los tipos de interés, como sucede actualmente. En plata: el riesgo se dispara.
Veremos al incauto particular incautado por el capital-riesgo, a través del banco que le empujó a invertir. Todo muy bello e instructivo y que nos recuerda sucesos no tan lejanos en el tiempo. Menos mal que la norma establece que la recomendación de invertir, por parte del intermediario, debe ser “personalizada”. Nos deja muy tranquilos.