Como siempre, Religión en Libertad, esa pequeña joya de Internet, ha dado en el clavo. La tesis, más que acertada, que China poco ha cambiado desde Mao Zedong a Xi Jinping, el actual, modernísimo, progresistísimo y muy sostenible líder chino de ahora mismo, que pasará a la historia como otro de los grandes cafres de la modernidad.
El objetivo de Beijing sigue siendo el mismo: acabar con la religión. Para ser más exactos, no con cualquier religión, aunque al comunismo, según periodos y países, hasta lo numinoso le molesta, sino con el cristianismo, o sea con la única religión verdadera. Y así llevamos desde 1949, fecha de la proclamación de la República Popular China y, si me fuerzan, desde la Larga marcha de Mao, allá por 1934-35.
Capitalismo y comunismo son perfectamente compatibles y hasta identificables: en ambos casos, lo grande intenta fagocitar a lo pequeño
Y esto es bello e instructivo, quizás más instructivo que bello, o sea, cuando aprendes más de lo que te regocijas y porque la historia de la actual primera potencia económica del mundo -sí, ya lo es, tras el virus- es una historia de sangre y de explosión de una crueldad salvaje, oriental, además de un alarde de una infrahumanidad sin trascendencia, sin horizontes y adoradora de Mammón, el dios de la avaricia, que se guía por un único mandamiento: lo que no son cuentas son cuentos.
China ha cambiado poco desde el maoísmo al capitalismo comunista, un país y dos sistemas, pero siempre ha mantenido su visceral cristofobia. Ha pasado del salvaje comunismo al capitalismo salvaje, dos caras de la misma moneda, pero siempre ha sido fiel a su odio a Cristo y a los cristianos.
Puede parecer una paradoja, pero las paradojas certeras no hacen otra cosa que ratificar la realidad: capitalismo y socialismo no sólo son incompatibles. El lema del Partido Comunista chino, un país dos sistemas, así lo demuestra.
Occidente no se define por su sistema económico sino por su origen cristiano. ¿Y si pierde el cristianismo? Pues dejará de ser Occidente
Las personas y los países no se definen por su ideología sino por su filosofía. O sea, por su religión. Esta es una norma muy conveniente para entender los entresijos históricos, que siempre se presentan como galimatías.
Capitalismo y comunismo son perfectamente compatibles y hasta identificables: en ambos casos, lo grande intenta fagocitar a lo pequeño. Recuerden: ¿qué más me da que todas las tierras del condado sean del Estado o sean del señor marqués? El caso es que no son mías. La verdadera lucha económica nunca radica en la batalla entre lo público y lo privado sino entre lo grande y lo pequeño. El Estado no es malo porque sea público, es malo porque es grande: la mayor de todas las multinacionales.
En cualquier caso, Occidente no se define por su sistema económico sino por su origen cristiano. ¿Y si pierde el cristianismo? Pues dejará de ser Occidente, motor del mundo.