Recuerdo una de las escenas de la Hoguera de las vanidades, el la obra cumbre de Tom Wolfe, el creador del nuevo periodismo. Un reducido grupo de manifestantes, armados con una gran pancarta, bostezan en una céntrica esquina de Nueva York. De repente, llegan las cámaras de televisión y se ponen en pié. Despliegan su pancarta y comienzan a gritar por no sé qué causa noble. El portavoz del descontento pronuncia palabras solemnes que son amenazas airadas y, cuando la tele ha conseguido buenos planos, vuelven a plegar la pancarta y se disuelven. Ya son noticia en el próximo tele-informativo. Además, hoy, los móviles hacen su televisión paralela en las redes sociales, por lo que no sólo se multiplica la audiencia potencial de las protestas, sino que también se multiplican los escenarios callejeros. Los vídeos barrados de los móviles causan tanto impacto como las panorámicas de las carísimas y sofisticadas cámaras profesionales.
Bueno, lo de Tom Wolfe no era ‘nuevo periodismo’, sino la resurrección del mejor periodismo de todos los tiempos: el que no cuenta el qué, sino el porqué, el que sabe que explicar por qué ocurren las cosas es mucho más, y más difícil, que el mero relato lineal, analógico, de lo que ocurre.
Recuerden que el periodismo no consiste en contar el qué, sino el porqué
Y así… arde París, dicen los medios. ¿Seguro? Un articulista contaba que, a pocos metros de los disturbios provocados por los chalecos amarillos (Por cierto, ¿quiénes son y qué quieren?), la gente llenaba el pasado sábado los restaurantes y paseaba ajena a lo que, según las televisiones, podía resultar el final político de Macron.
Y puede que lo sea: basta con que los otros partidos aprovechen el jaleo de forma inteligente y consigan tumbarle. Tengan en cuenta que Emmanuel Macron no deja de ser la gran manipulación actual de la progresía europea: fue ministro de un Gobierno socialista, creó un 15-M (partido desideologizado) para llegar al poder y ahora, ya en el Elíseo, pasa por ser el líder de la derecha europea. Tiene bemoles la copla.
En cualquier caso, si quieres triunfar en política, debes disfrazarte: por de pronto, no te definas, dí que eres un demócrata, una palabra y un concepto reversible. Macron ha hecho en Francia lo mismo que Pablo Iglesias en España. Ambos practican la democracia sincrética, ecléctica, donde todo resulta reversible, incluido el concepto mismo de democracia.
La democracia reversible, sincrética, es posible porque el mundo actual no está cabreado, está desesperado por la pérdida de toda trascendencia. Eso provoca mucha angustia. La diferencia es que en su común desesperación la buena gente brea con su propia angustia mientras la mala gente le echa la culpa al otro.
El líder político actual es sincrético. O sea, es un hipócrita
En cualquier caso, ni son los franceses los que se han echado a la calle (a pesar de los 1.700 detenidos) ni son los catalanes los que han cortado la carreteras en Cataluña: sólo los chalecos amarillos y los majaderos de los CDR, que se aprovechan de la fragilidad de las sociedades modernas, donde 50 vándalos, armados con 50 cámaras de tv y móvil, cortan la AP-7 y el efecto lo sufren 7 millones de catalanes y lo amplifican las teles y los móviles a 47 millones de españoles.
En un mundo tan frágil, triunfa la hipocresía del sincretismo. Oiga ¿y la democracia reversible puede terminar con la democracia real, a costa de disfrazar una tiranía en democracia en plena Europa? Mucho me temo que sí.
Mejor sería que nos tranquilizáramos un poquito y que no nos dejemos impresionar.