El coronavirus ha resultado el mayor fracaso de la ciencia. No sabemos por qué mata, sólo sabemos que, por el momento, parece estar remitiendo, al menos en Europa. No hemos matado al bicho, el bicho se está muriendo solo.
No sabemos su origen ni tampoco sus consecuencias últimas ni sus secuelas. No sabemos cómo mata y cada día nos sorprende con un novedad. Ni tan siquiera tenemos claro todos los sistemas de transmisión de la enfermedad. Ha sido un fracaso sin paliativos de la ciencia, de la que tan orgullosos nos sentíamos todos, hasta erigir al científico en el pedestal más alto de la estimación ajena.
No hemos salido más fuertes del coronavirus, sino más egoístas
Lo cierto es que, a estas alturas, camino de los 500.000 muertos en el mundo, no sabemos si el virus rebrotará, mientras los científicos y los médicos se muestran atónitos ante sus pléyades de manifestaciones de la enfermedad y a sus consecuencias imprevistas.
Encima, parece -al menos, eso parece- que el proceso de inmunización es más lento que lo habitual entre los ‘hermanos’ mayores del Covid-19.
Más: la prestigiosísimas revista científica Lancet está perdiendo en semanas el prestigio atesorado durante años, mientras cada fracaso en la investigación es presentado como un paso más hacia el objetivo final. Cierto, un paso atrás.
Y encima la sospecha, cada día más flagrante, cada día más general, entre los colectivos investigador y médico, de que los chinos no han contado toda la verdad sobre el origen de la pandemia. Es decir, que a la injuria se suma la ofensa.
Ha surgido la superstición cientifista: el virus no es un castigo de Dios sino del cambio climático. Más majadero aún lo segundo que lo primero
Para demostrar todo lo anterior, sólo hace falta una pregunta: en estos tres meses de movilización contra la pandemia, ¿cuántas veces han oído ustedes hablar de resultados inminentes para conseguir terapias o vacunas contra el coronavirus? Sin duda, algún día se descubrirá un tratamiento eficaz o una vacuna. Pero sorprenden las contradicciones perpetuas de la Organización Mundial de la Salud, de los ambientes científicos y médicos, sin que nadie, y menos que nadie la OMS, entone un mea culpa. Los alcances de la investigación contra este coronavirus son limitados, los de la soberbia son infinitos.
Ahora bien, el cientifismo no ha mermado su orgullo -verdaderamente analfabeto- ni un adarme. El fracaso general de la ciencia ante el coronavirus nunca es culpa de quienes se autotitulan científicos, los sabios de la actualidad. Lo es, por ejemplo, de los políticos, que no otorgan los suficientes fondos para la investigación. O del maestro armero. Pero, de ellos, jamás.
Y en el ambiente médico, una convicción general: los chinos no nos han contado toda la verdad. Eso habría ayudado
Y encima, ha aparecido la superstición cientifista. Ojo al dato: el virus no es un castigo de Dios sino del cambio climático. Es decir, el culpable es el hombre, que ha depredado la naturaleza y al pobrecito planeta, y entonces este, el ofendido planeta, se venga en forma de coronavirus. Dicho de otra forma: con el Covid-19 ha surgido una majadería con ropajes empíricos: la superstición climática. Y el que quiera ser hombre de ciencia… pues que vaya a Salamanca. O que lea la prensa. O que escuche al doctor Simón.
Esta soberbia científica, la peor forma de reaccionar frente a la desgracia, nos ha impedido aprovechar el Covid-19 para volver a Dios. Para ser exactos: no ha servido para volver a Cristo ni tampoco para unirnos al vecino. Y no me refiero a la unidad interesada que predica Pedro Sánchez frente a Bruselas y que convierte a España en pedigüeña de la Europa rica, en lugar de ser el país que inspiró a Europa y todo el orbe católico. No, me refiero al sálvese quien pueda en que se ha convertido una sociedad presa del pánico. Una sociedad que no ha salido más fuerte de la pandemia, sino más egoísta, más pendiente de sus derechos que de aquella frase -pomposa pero de origen cierto- de John Kennedy: no pienses en lo que el país puede hacer por ti, piensa en lo que tú puedes hacer por el país.