Los íberos y otras tribus godas residentes en la península se apuntaban como mercenarios, ora con los romanos, ora a cartagineses ora a otros jefes de tribu. Los romanos adoraban a los íberos porque eran los mejores guerreros y los más valientes.
El historiador griego Estrabón, nacido en el siglo -1, consideraba que lo más fácil del mundo era enrolar a unas tribus (hispanas) contra otras, en un país donde el orgullo local impide juntar fuerzas para afrontar empresas comunes.
En la expresión “orgullo local” lo cierto es que ‘local’ es el apellido y orgullo el nombre sustantivo en el que conviene reparar.
Esto es: el problema español no es el nacionalismo, sino e localismo. Si lo sabremos los de Oviedo, que amamos a todos los asturianos menos a los de Gijón, que no son buena gente.
Lo único que a lo largo de la historia ha logrado mantener unidos a los cristianos ha sido la fe en Cristo
De hecho, sólo ha habido alguien que ha logrado unir a los españoles por encima de sus localismos: Jesucristo.
La fe en Cristo es lo que ha mantenido unido a los hispanos y, dicho sea de paso, sólo cuando hemos estado unidos nos hemos volcado hacia la exterior y hemos construido el imperio más humano del mundo y la civilización más gloriosa de todas. También la más avanzada económicamente y la más justa… hasta que nuestros localismos nos han hecho volver sobre nuestros propios pasos para reescribir la historia contra nuestros propios intereses (curioso) o para degenerar en una guerra de taifas por sentirnos superiores al vecino. No al extranjero, sino al vecino.