Cuarta noche de disturbios en Barcelona, con grupos antisistema -movimiento antes conocido como gamberrismo- y otra docena de detenidos que son inmediatamente puestos en libertad gracias a nuestro loado proceso penal ‘garantista’. En resumen, otro jueves de muy disimulado pacifismo indepe.
Pero el problema de la indisciplina generalizada, de un no aceptar autoridad alguna, tampoco la elegida por la mayoría, ni, ojo, que resulta mucho más relevante, el tampoco reconocer excelencia alguna, no viene de un hecho puntual, como es la violencia independentista catalana postsentencia. Además, la policía denuncia que en Barcelona a los indepes se les han unido esos vándalos antisistema, nacidos del 15-M, mientras su jefe natural, Pablo Iglesias clama, cariacontecido, por un diálogo constructivo, del mismo modo que que la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, llora lágrimas de cocodrilo al contemplar los efectos lógicos de su quehacer político. Mientras Pedro Sánchez trata de reimponer una autoridad que él mismo ha contribuido a derruir con su progresismo.
Sánchez, Iglesias y Colau lloran lágrimas de cocodrilo sobre una violencia que ellos mismos han fomentado
No, el asunto de la indisciplina generalizada, de ese no reconocer nada por encima de mí, se palpa cada día en toda la piel de toro. Ejemplo, el jueves 17 el rechazo de toda autoridad -aunque la autoridad también hay que ganársela, que conste- no sólo se dejó ver en las calles de Barcelona y en las carreteras de Cataluña. También saltó en Madrid, donde la policía tuvo que abortar un motín de inmigrantes en el centro (CIE) de Aluche. El inmigrante no respetará a una sociedad que no se respeta a sí misma. O en Palma de Mallorca, donde un adolescente tiraba por la escalera a una profesora y arremetía contra otros compañeros a empujones y patadas. Y no, no se trata de un caso aislado.
El progresismo, autodefinición del Sanchismo, se ha convertido en una autoasignación de derechos sin deber alguno
Curiosamente, la tele pública, nos regalaba un caso de aplauso general de los adolescentes a un profesor que se jubilaba en otro centro isleño: en Canarias. Desgraciadamente, no es esta la tónica habitual en la enseñanza española.
Probablemente, las pintadas en los edificios recién construidos, sea la primera expresión del imperante “yo hago lo que me da la gana”, aquello que no acepta autoridad alguna y, aquí está la clave, jamás reconoce la excelencia en nada ni en nadie. Yo soy el patrón de conducta de mí mismo y mi patrón son mis caprichos.
Ninguna democracia puede sobrevivir sin un código moral, libremente asumido por la mayoría
No todo esto no es culpa del Gobierno Sánchez -esto no- pero lo cierto es que al progresismo sanchista colabora entusiasmado con está sociedad adolescente, donde está prohibida la disciplina y donde se fomenta el vandalismo, donde es jaleada la rebelión contra la excelencia, antes conocida como el sexto pecado capital y uno de las notas distintivas -entre las negativas- del español: la envidia.
Empecemos por el reconocimiento de la autoridad, que no del poder, por recuperar una cierta disciplina: nos vendrá muy bien para respetar a los demás.
Insisto: el Gobierno no es culpable de esa decadencia de España, pero el progresismo, la autodefinición del Gobierno de Pedro Sánchez, se ha convertido en una autoasignación de derechos sin deber alguno, además de fomentar una cristofobia que ha dejado sin armas morales al individuo. Y la ausencia de armas morales reconocidas por la mayoría, conduce a que muchos españoles se formulen la pregunta maldita: ¿por qué voy a esforzarme por portarme bien si no existen ni el bien ni el mal? Esto no es sociología, es política, porque ninguna democracia puede sustituir a la renuncia generalizada a un código moral, libremente asumido.
Y ya se sabe que, al final, esa fórmula acaba siempre en el totalitarismo que asegura combatir: acaba con todos los derechos e impone como deber el capricho del tirano.
¿España corre el riesgo de tiranía progre? Sí. Debe volver, cuanto antes, a Cristo.