“Neuronas y Libre Albedrío”, así se titula este buen libro de Javier Pérez Castells, que lleva el siguiente subtitulo: “Sobre neurociencia y libertad”.
Sobre neurociencia hemos hablado mucho en Hispanidad. Se trata de esa nueva disciplina científica –algunos tenemos nuestras dudas sobre ese apellido-, que trata de concluir, antes de empezar a investigar, que el cerebro es el que piensa y que, ya puestos, el espíritu no existe y que, por tanto, hay que encontrar o inventar, a cualquier precio, una cosa llamada ‘materia inteligente’.
Al final, la neurociencia, así como el transhumanismo y el animalismo, dos fenómenos paralelos e igualmente neuróticos, acaba por concluir que Dios no existe, que era (‘quod erat demonstramdum’) lo que se trataba de demostrar desde un principio.
Se trata de un memorial-revival de aquel “seréis como dioses” que alguien, de cuyo nombre no quiero acordarme, pronunció no recuerdo exactamente dónde.
Ahora bien, si Dios no existe, el espíritu inmaterial tampoco y hay que encontrar esa ‘materia inteligente’ que no deja de ser una contradicción en sus propios términos, que da soporte a la razón, al ser racional.
Ahora bien, supuesto -y no admitido- todo lo anterior, los científicos se topan con otro problema: si el hombre no tiene espíritu, si sólo es materia inteligente, el hombre no es libre y, por tanto, no es responsable. Es la bioquímica la que dicta lo que tiene que hacer y no tiene que hacer. Para ser rigurosos: es la química la que le dice lo que tiene que hacer, luego: la libertad no existe.
Personalmente, nunca he comprendido por qué razón todo ateo se conforma con ser un estafermo de lo inanimado, un excipiente de la naturaleza, un zombi de la razón que, para negar a Dios, se niega a sí mismo, Pero, en fin, el mundo está lleno de masocas.
Y claro, en la novísima neurociencia, esta premisa-conclusión de la inexistencia del espíritu, choca, más que habitualmente, con un conocimiento mucho más profundo, mucho más exacto, mucho más riguroso que el conocimiento empírico: choca con la evidencia, origen de toda sabiduría.
Pero no se asombren del método neurocientífico que describe el científico Pérez Castells y del que, ojo, él no participa. Sí, algunos ‘científicos’ actuales son como los economistas: primeros construyen las conclusiones y luego buscan las premisas para llegar a esas conclusiones predeterminadas. Vamos, que confunden –me temo que interesadamente, porque tontos no son- las hipótesis con las conclusiones, el principio con el final.
El ateísmo científico, como todo ateísmo, no sólo niega a Dios, sino que también niega al hombre, convertido en un zombi sin capacidad de decisión
Verbigracia: si echan un vistazo a la descripción de los experimentos realizados con la higiénica, aunque insana –no es lo mismo- intención de demostrar que el cerebro es el que piensa y el alma lo que no existe.
Experimentos por lo que nadie daría un real fuera de ese círculo científico actual, cruelmente exprimido por el empirismo, pero que sirven como arma para intentar subvertir una explicación más sencilla y menos simple del mundo: el hombre es un ser anfibio de espíritu y materia, y la mejor prueba de ello es que su espíritu (por eso cada hombre tiene nombre propio) permanece inalterado -mejora o empeora pero no cambia- mientras su cuerpo, su parte material, está en continuo cambio y no tiene identidad alguna.
Insisto: el espíritu es lo que hace que los hombres, cada hombre, tengamos nombre propio, que seamos los mismos, con menos pelo, ciertamente, que cuando éramos niños.
Si nuestra materia, también el cerebro, que es materia, fuera lo único de lo que disponemos, resulta que habríamos desaparecido en cuanto el conjunto de nuestras células se hubiera renovado. Algo que a los mayores les ocurre en un lapso de siete años y a los bebés en un lapso de siete semanas.
¿Es este un razonamiento empírico, hoy diríamos científico? No, afortunadamente, pero es cierto, es racional, lógico, más mostrable que demostrable, aunque sea ambas cosas a la vez.
Imagen: el hombre es un ser espiritual, pero en el interactúan cuerpo y espíritu. Es como un canal de agua: el agua representaría al espíritu y el canal de cemento sería el cuerpo. El cuerpo, especialmente el cerebro, influye sobre el espíritu: un dolor de muelas me lleva a una campaña de calumnias me provoca depresión. Volviendo a la imagen, lo importante es el agua, pero si no hay canal que la conduzca, se derramará y se perderá.
Se lo cuento de otra forma: no sólo existe aquello que se puede tocar. Si no, ¿dónde radica, por ejemplo, el amor? De hecho, la definición clásica de alma es lo que le diferencia a uno mismo de su cadáver. También, un espíritu es aquello, más bien aquel, que conoce y ama.
Y volviendo al conocimiento, es la razón y la razón con todo respeto, señores neurocientíficos, es más importante que lo que ustedes llaman ciencia, pues han reducido este hermoso concepto al positivismo más ramplón. El espíritu, lo que no se ve, es el elemento más importante del ser anfibio llamado hombre. Es su parte pensante.
Pero el trabajo de Pérez Castells da para más. Si han tenido la paciencia de soportarme hasta aquí, continuaré mañana. Que les sea leve.