Hablábamos ayer sobre el actualísimo y enorme libro de Javier Pérez Castells “Neuronas y libre albedrío”, con un subtítulo que ya da pistas: “Neurociencia y Libertad”. Asegurábamos que, si el hombre no tuviera alma, eso que la ciencia no puede medir, no habría alcanzado el nivel de ser racional. Y decíamos también que lo de mala materia inteligente no deja ser una ‘pavada de maño’. Con la materia inteligente (MI) pasa lo mismo que con la inteligente artificial (IA): si es materia no es inteligente y si es inteligente no es materia. Pero…
La bonhomía de Pérez Castells se deja ver cuando analiza con respeto, casi con unción, los experimentos de titulados neurocientíficos e incluso reprocha a los que, como el abajo, o arriba, firmante, pretendemos enfrentar la ciencia empírica con argumentos filosóficos. O sea, con argumentos.
¿Cómo que no? Mire usted, don Javier: el empirismo no es más que pensamiento inductivo, que es el tipo de pensamiento que el ser humano comparte con animales y máquinas y que algunos, por ejemplo, Hilaire Belloc consideraba que no era pensamiento en modo alguno. El único pensamiento que existe es el deductivo. En pocas palabras, la materia primada del pensamiento no es la ciencia, sino la razón. Porque el problema del término científico es que antes coincidía con el término racional.
Desde que el empirismo se convirtió en el único conocimiento posible, cuando, como aseguraba el expresidente del Gobierno Leopoldo Calvo-Sotelo, la química sustituyó a la física, como ésta hacia sustituido a la filosofía… mal vamos. Hemos bajado por la escalera de la abstracción varios peldaños.
La neurociencia jamás podrá proporcionarnos una explicación del mundo: es solo un callejón sin salida y una desesperanza global
La neurociencia es, además, un reduccionismo lamentable que, en pocas palabras lleva a lo que denunciaba el también fallecido Julio Caro Baroja: hoy lo único que importa es el precio de la cebada a principios del siglo XIX. Para entendernos, la experiencia de la libertad es consustancial a nuestras vidas. El hombre es libre y si hay algo que percibe es cualquier reducción, por mínima que sea, de esa libertad.
En plata: la razón humana puede plantear una cosmovisión, la ciencia positivista, jamás. Y ya sabe usted don Javier, que sólo quien tiene un porqué para vivir acaba encontrando el cómo. Encima, la neurociencia pretende comprarnos duros a cuatro pesetas, jamás podrán proporcionarnos una explicación del mundo: solo un callejón sin salida y una desesperanza.
Concluye Pérez Castells que los neurocientíficos no han logrado anular la libertad del hombre (y, por tanto, su ser espiritual) pero que tampoco los creyentes han logrado demostrar la existencia del espíritu.
El alma existe: es lo que le distingue a uno de su cadáver. La libertad existe: la ejercitamos todos los días
Claro, don Javier, es que el problema del positivismo moderno es ese: que no todo lo que es verdad -de hecho, casi nada- es demostrable, al menos por demostración empírica, y que la ciencia, reducida al más prosaico empirismo, no puede demostrar sino una milésima parte de la realidad. La razón sí que puede pero lo que llamamos razón no es material, sino espiritual.
Y la gente normal, sin necesidad de experimentos retorcidos, sabe que el espíritu existe porque el alma es lo que le distingue a uno de su cadáver. Y también sabe que la libertad existe porque se ve obligado a ejercerla cada día.
Queda la cuestión de fondo, las más relevante, la decisiva: ¿Por qué Dios creó hombres libres, por tanto, rebeldes, empecatados y dados al odio y al rencor -dos cuestiones de lo más espirituales? Porque no quería que le obedecieran robots, ni materias, sino seres que también pudieran odiarle. Quería seres que libremente decidieran amarle: quería hijos libres.