No es mío sino de Fabrice Hadjadj: “El feto no ve a su madre. Y si puede creer que no tiene madre es, precisamente, porque todo es signo de su presencia”. Así que concluye Hadjadj: “la creencia atea es un homenaje inconsciente a la extrema bondad del Eterno”.
Confieso que en un primer momento, allá por el mes de marzo, creí de buena gana que la pandemia, la pertinaz pandemia, serviría para que la gente se replanteara muchas cosas. Por ejemplo para que aumentara su fe, que no es otra cosa que su confianza en Dios.
No existen termómetros para medir la confianza en el Padre, ciertamente, pero me sorprende que, al menos el discurso oficial, se encuentra totalmente desprovisto de esperanza. La reacción general, insisto, si al discurso oficial nos remitimos, si nos centramos en lo políticamente correcto, consiste en una mezcla de miedo, histeria, cabreo y desesperación. No es lo que un predicador calificaría como paz interior.
En apariencia, la reacción al Covid es una mezcla de miedo, histeria, cabreo y desesperación. No parece haber mucha paz
La sociedad del coronavirus es como el feto que no ve a su madre, sobre todo porque está rodeado de ella, empapado en ella, porque los árboles no dejan ver el bosque. Igualito que el adulto con Cristo.
La pandemia suponía un buen momento para replantearse la vida. A lo mejor está sucediendo porque el hombre se plantea las grandes preguntas siempre que la muerte deja de ser algo posible a ser algo probable. Espero haberme confundido por reparar en el discurso oficial. Espero que la procesión vaya por dentro y que una vez más la historia de la humanidad no tenga nada que ver con lo políticamente correcto, que realidad y apariencia sigan siendo dos elementos distintos y distantes.
Podría ser. Pero lo que está claro es que, en tiempos de coronavirus, necesitamos volver a hablar con Dios… o simplemente lo perderemos todo.