El ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, compareció el pasado martes 7 ante los medios tras la celebración del Consejo de Ministros. Era san Fermín y el señor ministro corrió -dialécticamente, entiéndanlo- delante de los morlacos para explicarnos que la reforma del código penal no constituía prioridad: por ejemplo, la ley de los derechos de los animales tenía prioridad. Quizás para congraciarse con el vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, que en su día le llamó machista, aunque lo hizo… en defensa de su amada, Irene Montero.
Pues bien, Campo nos explicó que la reforma del delito de Rebelión y Sedición era algo que podía esperar. Pero lo que, no admitía demora alguna, es más llegó a calificarlo como urgente, era la ley de los derechos de los animales. Se refería a la ley de animales irracionales, por si no ha quedado claro.
El hombre tiene derechos porque es un ser racional y libre, dueño de sus propios actos, lo que no ocurre con los brutos. Que son, eso, bastante brutos. Como no piensan no son perversos, pero sí brutos, muy brutos.
Por tanto, no tienen derechos, sólo instintos, y el hecho de que lo diga el juez Campo, nos da una idea de quiénes rigen los tribunales.
La última etapa del plan inclinado que empieza con el ecopanteísmo, que sigue con la ideología de género, termina en el animalismo. En convertir a los irracionales en racionales aunque algunos sospechamos que se trata de lo contrario: animalizar al hombre. Porque, homologar al irracional con el racional no es sencillo: es imposible elevar al animal mientras abajar al hombre resulta una tarea mucho más sencilla y mucho más deleznable.
Y así llegamos a lo que acabo de leer: que La Sirenita es un pez-racista. No me lo invento. Pero no se asusten ni profundicen en la materia: la chifladura llega cuando prescindes de los límites y los animalistas, entre ellos, los chicos del vicepresidente Pablo Iglesias, nunca han buscado en el diccionario el significado de la palabra límites.
En cualquier caso, si este mundo se dirige al manicomio, tampoco pasa nada porque exhalemos una carcajada de vez en cuando.