Recuperaba estos días atrás un ensayo que leí ya hace muchos años, y que escribió Ortega y Gasset, allá por los años 20 del siglo pasado. Su título, El espectador. En él, Ortega defiende la tesis de que una misma obra de teatro es distinta para cada uno de los espectadores que la contemplan. Según él, y como no podía ser de otra manera en un filósofo que introdujo el concepto de la “circunstancia” dentro de la definición del “hombre”, la visión que pueda tener cada espectador depende de muchos factores. Así, esa percepción podía depender del lugar en el que cada uno estuviera situado en el teatro -a la derecha o a la izquierda del escenario, arriba o abajo, delante o detrás, etc.-; del sexo del espectador, pues la sensibilidad del hombre y de la mujer pueden ser distintas; de la situación económica de cada uno, la obra podría ser interpretada de forma diferente por quién disfruta de una posición económica desahogada frente a quién, por el contrario, no puede hacerlo; de las creencias religiosas que cada uno profese, etc., etc.
Los españoles pasamos de la depresión a la euforia. A lo mejor es lógico
Resumiendo, decía Ortega, la misma obra es distinta para cada espectador porque distintas son las circunstancias que en cada uno de ellos concurrían. Sin embargo, y esto es muy importante, a pesar de las circunstancias distintas de cada cual, del aparente relativismo, sostenía Ortega que había tres cosas, tres realidades que eran comunes a todos ellos. La primera, que, para ver la obra, todos los espectadores estaban en el mismo teatro; la segunda, que todos lo estaban al mismo tiempo; y la tercera, que a todos interesaba que la obra, y su representación, fueran lo mejor posible.
Se preguntarán Vds. ahora el por qué he acudido hoy al clarividente filósofo y qué tiene que ver su argumento con el momento actual de nuestro país. Enseguida les saco de dudas. Parece, estos días, que de repente el calendario español se hubiera “reseteado” y puesto el contador a “cero”. Como si desde el triunfo de la moción de censura frente a Rajoy, se hubiera producido en España un “antes y un después” en la vida política. De la noche a la mañana, hemos pasado de considerar a Sánchez un político amortizado, a verle como el audaz presidente del Gobierno. El nuevo mago de la comunicación y el marketing, capaz de sorprender a propios y extraños con sus acertadas designaciones de “ministras” y ministros. De la desazón de la moción desestabilizadora al entusiasmo desbordado. De la caída libre del PSOE en las encuestas, a liderarlas.
En la España de hoy, nuestros políticos interpretan la obra de forma diferente, y, nosotros los espectadores, participamos poco
Parece que la adormecida sociedad española ha recuperado la ilusión con sólo unos nombramientos de quienes la mayoría del país, hasta su propia designación, no sabían nada de ellos. Da igual. Hay un antes y un después. Una vez más, los españoles pasamos de la depresión a la euforia sin solución de continuidad. La realidad de las cosas, sin embargo, es otra. La Sociedad Civil, es decir el conjunto de los ciudadanos, tiene la impresión de que estos procesos no son más que un juego de políticos y nadie cree, quien tenga dos dedos de frente, que las artificiales y voluntaristas modificaciones, tanto en clave de política interna nacional como europea, cambiarán algo sustancial que afecte realmente a su modo vida.
Este reflejo del “teatrillo” de nuestra política es el que me ha recordado a Ortega y su “espectador”. No le faltaba razón. En la España de hoy, la que a él le preocupaba un siglo antes, nuestros políticos interpretan la obra de forma diferente, y, nosotros los espectadores, también contemplamos la representación de manera distinta. Algunos, más o menos interesados, observamos el desarrollo de la función sin intervenir, sin otra posibilidad que la de valorar, cada uno, según sus propias circunstancias, si lo que vemos nos gusta o no. Nos acomodamos en la distancia para evitar sentirnos intencionadamente partícipes. Y esa es, precisamente, la mayor crítica que se nos puede hacer: la obra se está representando con escasa participación de la sociedad a la que, teóricamente, va dirigida. Y como concluía Ortega, todos estamos en el mismo teatro, todos estamos asistiendo a la misma representación y a todos debería interesarnos que el espectáculo sea lo mejor posible. Y si, además, se nos permitiera juzgarlo, con nuestro voto, mejor todavía.