Cuentan que, un día, a Galileo Galiei, ya mayor y con una poblada barba blanca, alguien le preguntó que cuantos años tenía. Galileo, mirándolo, le respondió que calculo que tengo seis o siete años.
Ante la extrañeza de su interlocutor por sus palabras, el sabio continuo seis o siete son los años que creo que aun me quedan de vida, los que tengo, porque los demás ya no los tengo, ya los he vivido. Traigo esta cita porque hoy es uno de esos días en los que vienen a tu mente cosas sueltas, pensamientos deslavazados, hechos e ideas que te pasan por la cabeza fugazmente. Son como fogonazos que tienes que esforzarte por encontrarles alguna relación. Los expertos dicen que eso es frecuente que ocurra en personas que alcanzan una determinada edad, que es normal y que no tiene mas importancia, pero a mi no me hace ninguna gracia que me pase porque, parece, tiene algo que ver con cierto proceso, no demasiado alentador, de las células del cerebro.
Pero tengo que aceptarlo e intentar aprovecharlo. Aunque confieso que la idea de este articulo no es original. Me la envió un amigo por Internet, hace unos días. Imaginen que mi nieta, que tiene dos años, me preguntara cuantos años tengo. Le contestaría que, cuando yo era pequeño, un poco mayor que ella, pero lo suficiente para darme cuenta de las cosas, aun no existía la televisión, y mis padres entretenían las veladas oyendo la radio, que emitía mas ruidos que palabras, y leyendo el periódico que llegaba a mi pueblo con dos días de retraso. Le diría que, cuando yo era pequeño, la mayoría de las casa no tenían cuarto de baño, como mucho un water, y nos bañábamos en el lavadero, con agua calentada en hornillos de carbón, y utilizando un jabón hecho en casa con aceites requemados. Cuando yo era niño, las carreteras aún estaban adoquinadas, los caminos tenían tanto polvo que cubrían los pies al andar, y el transporte habitual se hacia con carros tirados por caballos. Que hacer un viaje, ir y venir, a Valencia, duraba todo un día, en trenes con vagones de asientos de madera, señoras que rifaban paquetes de caramelos, y arrastrados por una maquina, una locomotora, que funcionaba con carbón, y que, al bajar, tenias la cara negra de carbonilla.
Le contaría a mi nieta que, cuando yo era niño, los campos de naranjos se abonaban con estiércol, que se esparcía entre los árboles con capazos, y que luego había que enterrar a golpes de azada, en una de las tareas agrícolas más pesadas que recuerdo. Le contaría que, cuando era niño, no existían los móviles, que, en mi pueblo, los números de teléfono no llegaba a las cuatro cifras, y que para hablar con alguien, tenias que llamar primero a una centralita desde la que, una señorita, te conectaba con el numero deseado, y que debías llevar cuidado con lo que decías porque, según se rumoreaba, la señorita escuchaba todas las conversaciones, y esparcía tus problemas por el pueblo. Cuando yo era niño no había tarjetas de crédito, ni cajeros automáticos, y algunos empleados de banca aun llevaban visera y manguitos para no mancharse, porque no había bolígrafos y se utilizaba un plumin que se mojaba continuamente en un tintero. Cuando yo era niño, no existía el aire acondicionado, ni las lavadoras, ni lavavajillas, ni, por supuesto, ordenadores, y que las maquinas de escribir eran un instrumento de hierro, colocado sobre una almohadilla para mitigar el ruido de las teclas, que eran tan pesadas que te dolían los dedos cuando la utilizabas mas de diez minutos. Cuando yo era niño, no existían los yogourts, ni los congelados, ni la comida precocinada y envasada al vacío, y aun guardábamos los alimentos, dos días como mucho, en carneras de tela metálica colgadas al aire libre, y la lechera traía a mi casa, todas las tardes, la leche recién ordeñada. Y que, cuando era niño, causo sensación, y fue muy comentado, el que, cerca de mi pueblo, se montara una fabrica para hacer una cosa que se llamaba entonces pexiglas, que no sabíamos que era ni para que servia, y que luego resulto ser el plástico que ahora intentamos eliminar.
También le diría a mi nieta que, cuando era niño quería ser mayor para poder llevar bastón, y que ahora que lo soy, me da vergüenza el utilizarlo porque creo que aun no lo necesito, pero que me hace ilusión que llegue el día que tenga que hacerlo. Le contaría que, entonces, en el pueblo decían que mi familia vivía bien porque éramos ricos, y que ahora que soy mayor, nadie lo dice, pero vivimos, al menos, cien veces mejor que entonces. Porque, le explicaría, la riqueza y la pobreza son términos relativos, ya que uno, aunque tenga poco, puede ser rico si los que están a su alrededor tienen menos o nada, y que deja de ser considerado así cuando la mayoría pueden vivir igual o mejor que el. Y también le explicaría a mi nieta que, cuando ya tenia uso de razón y me daba cuenta de las cosas, no imaginaba que, en las cinco o seis décadas siguientes, iba a vivir la mayor transformación social, cultural, económica y política, de toda la historia de las sociedades española y europea. Y que, dado el ambiente de entonces, mucho menos imaginaba que esa transformación se iba a producir sin guerras ni revoluciones sangrientas.
¿Cuántos años tengo? Aunque mi nieta que, como todas las nietas, es muy inteligente, le costara adivinar que tengo poco mas de sesenta años. Le costara comprender como, en tan poco tiempo se han producido tantos cambios. Porque, en realidad, lo que le costara comprender es que pudiéramos vivir como vivíamos. Y, por eso, le aconsejare a mi nieta que no se fíe de los visionarios, de los demagogos y profetas que prometen un mundo mejor, porque, como escribe el filosofo Karl Popper, todo intento de construir el cielo en la tierra, conduce siempre el infierno.
Emitido en el Programa La Firma, de Onda Cero, La Ribera, el día 17 de Septiembre de 2009, a las 13 h. 40 min.
Joaquín Rico Casamitjana