De entre las cualidades que se han destacado de ese hombre de Estado que fue Adolfo Suárez, quizás la que más brilla por su ausencia es la de que era una persona de profundas convicciones religiosas.
Al igual que Tomás Moro, en la actuación del presidente fallecido prevaleció siempre el interés general, con honradez y lealtad a sus principios cristianos.
Uno de los mayores retos a los que ha de enfrentarse un católico, ayer, hoy y siempre, es al de la coherencia de vida. En ese sentido Adolfo Suárez mantuvo el equilibrio necesario para que nadie pueda reprocharle demasiadas cosas. Una coherencia que Suárez mostró también perdonando a todos los que en aquellos años difíciles de la transición democrática lo vilipendiaron, insultaron, arrinconaron e hicieron la vida imposible, antes de condenarlo al más absoluto ostracismo y vil olvido, por mucho que hoy viertan sobre sus mejillas lágrimas de cocodrilo, por cierto.
Dos hechos dan prueba de su ser religioso. Como todos saben, Mariam, su hija mayor, murió de cáncer. Estando su padre con ella en la clínica de Navarra, donde se encontraba ingresada, era frecuente verlo en la capilla rezando, postrado de rodillas ante el Sagrario, con la cabeza inclinada, sostenida entre sus manos, acudiendo al encuentro del Señor en busca de consuelo. El periodista José Joaquín Iriarte se lo encontró en el ascensor del hotel donde Suárez se encontraba alojado y a la pregunta de "¿Qué se puede hacer, presidente", cuenta el periodista que respondió: "Rezar, rezar".
El segundo lo contó su hijo primogénito, Adolfo Suárez Illana, que no se ha separado de su padre ni un instante en los últimos once años. Acudió un día a su casa acompañado del cardenal Cañizares. "Ha venido para que te confieses si quieres", dijo el hijo al padre, a lo que éste contestó: "Siempre es bueno pedir perdón y perdonar". Pues con éste último ejemplo, del que tanto deberíamos aprender en estos tiempos convulsos que vive nuestra patria, mi pequeño homenaje a un hombre de bien y mi pesar para familia y amigos. Descanse en paz, presidente.
Juan Pablo L. Torrillas