(Mc, 8, 22-26). Betsaida –ciudad de pesca- era un pueblo miserable donde se sembraba la buena nueva y se segaban estafadores, donde se hacen milagros y se cosechan incrédulos. Sus vecinos de Corozaín aseguraban que hasta los peces del lago de Genesaret desconfiaban de los betsedinos. Digo "era" por concesión a vosotros, los hombres, porque para nosotros, los espíritus, lo más correcto sería hablar en presente, decir "es". A fin de cuentas, en el siglo XXI, la desaparecida Betsaida resulta para mí tan real como para vosotros Nueva York. Ya sabéis, querida raza, ventajas de no vivir atrapado en el tiempo.

Decía que el tetrarca Herodes Filipos, tan servil a Roma como su desgraciado padre, Herodes el Grande, rebautizó la pequeña ciudad situada al noreste del Lago de Genesaret, por tanto, ya perteneciente a la Traconítide, con el nombre de Julias, en honor a la hija de César Augusto. No, esto no tenía por qué gustar a su hermano Herodes Antipas, al que el propio Augusto había concedido el mando, siempre subsidiario de Roma, sobre la Galilea y la Perea. Betsaida, en la punta norte del Lago Tiberíades, marcaba la separación entre ambos territorios.  

No era la primera, ni la segunda, vez que el Maestro acudía a Betsaida. A fin de cuentas, se trataba de la localidad natal de los hermanos Simón Pedro y Andrés, así como de Felipe. Introducir tres representantes en un Colegio apostólico de doce miembros resulta bastante representativo para un pueblo de poco más de mil mortales. Sin embargo, Simón y Andrés se habían criado en Cafarnaúm, y el primero no tenía muy buen concepto de los betsedinos. Pedro se roía el hígado cada vez que deambulaba por aquella ciudad de "tramposos y pedigüeños" y en sus mejores momentos repetía su chirigota más amada. Extendía el brazo mostrando el dorso de la mano y preguntaba a la concurrencia:

-¿Sabéis qué es esto?

Como ninguno de sus interlocutores quisiera responder, Simón Pedro aclaraba:

-Es un betsadino muerto. ¿Y sabéis por qué?

Entonces torcía la muñeca, mostraba la palma de su mano en postura petitoria y exclamaba, gozoso:

-Porque si estuviera vivo la tendría así.

La cuchufleta solía tener éxito salvo en aquello que ya la habían oído por cuarta o quinta vez. Pero el futuro jefe del Colegio apostólico disfrutaba mucho con ella.

Por su parte, el Maestro disfrutaba, no con la siempre cuestionada capacidad humorística de Simón sino con su vitalidad. Pedro era un tipo vital, agradecido a la vida, y esto, es una mera sospecha, le gusta al Maestro.

Allá en Betsaida el Señor Jesús ya había curado a varios leprosos, así que cuando entramos en la población todos los vecinos nos rodearon. Atardecía sobre la ribera oriental de Tiberíades y el sol aún se dejaba ver a Poniente, camino del Océano.

Un grupo de hombres le trajo a un ciego, ya talludito pero aún vigoroso, de nombre Jonás, a quien empujaban hacia el Maestro, la expresión de un invidente constituye un enigma para los hombres pero, en aquel caso, la prevención del interesado era patente. No creía que aquel personaje del que le habían hablado pudiera curarle y, al mismo tiempo, sentía miedo ante aquel poder que tanto le habían encarecido.

Jonás no había nacido ciego ni había perdido la vista tras ser engullido por una ballena. En su juventud, aún pescador novato, le había caído guano de gaviota en los ojos y le había abrasado las córneas.

En aquella ocasión el Señor nos sorprendió a todos. De entrada, nada dijo. Se limitó a observar a Jonás. Éste callaba pero su hermano insistía en que le devolviera la vista. También le acompañaba su mujer, quien contemplaba la escena sin pronunciar palabra.  

Entonces, el Maestro pidió a todos que se retiraran, tomó del brazo a Jonás y se lo llevó fuera de la aldea, a la vista de todos pero lejos de oídos curiosos. Sólo permitió que le acompañaran mi Señora Miriam, Pedro y un huérfano aguador que nos acompañaba por toda Galilea y al que la madre del Maestro parecía haber adoptado. Llegados a un pedregal, el Maestro nos pidió que nos detuviéramos, mientras él se alejaba a solas con el 'paciente'. Al parecer debía haber cierta intimidad en el trato, incluso para los elegidos. Jonás aprovechó la ocasión para temblar:

-Dime Jonás, ¿Crees que Dios ha sido injusto contigo al dejarte sin vista?    

-Sí, a veces creo que sí. Yo era muy joven cuando perdí la vista.

-Y tú, ¿Crees que has sido justo con Dios? ¿No le has ocultado algo a quien nada puedes ocultar?

-Bueno -confesó Jonás- yo más bien se lo ocultaba a mi esposa.

Si claro, a tu amante no.

-Pero Señor -protestó Jonás-, los hombres somos pecadores, el que es tres veces Santo nos creó independientes.

-No, no os creé independientes, os creé libres. Por lo demás, el ser humano es la dependencia misma. Cuando pecas, ofendes a Dios pero no le perjudicas, sólo te perjudicas a ti mismo.

-Pero el adulterio, Señor, no provoca ceguera. Eso es una necedad de los fariseos.

-Ciertamente, pero sí es cierto que la bigamia conlleva su propio castigo.

-¿Cuál?

-Dos suegras.

Jonás no pudo evitar la carcajada y aquella explosión desató su sinceridad:

-Rabí: suplicaré el perdón de Dios por mi adulterio y el de mi esposa por mi infidelidad.

-Entonces, ya casi estás preparado.

A continuación, el Maestro lanzó una bocanada de aliento sobre los ojos de Jonás, en un gesto que a los ángeles siempre nos recuerda el método utilizado para la creación del mundo material desde el espiritual.

El receptor comenzó a fijar sus retinas en el horizonte, precisamente en el grupo de amigos que se habían quedado lejos.

-¿Qué ves Jonás?

-Veo hombres. Algo así como árboles que andan.

-Pues ten cuidado, no tropieces con esos árboles, que son de corteza dura.

-Veo Señor –aseguraba un tembloroso Jonás-, pero todo lo veo borroso. Me estoy mareando.

-Claro, como que aún no crees que el Hijo del Hombre tenga poder para curarte. Aun desconfías de mí, de que yo pueda curarte y de que yo pueda perdonarte. Y la segunda desconfianza es más peligrosa para el hombre que la primera.

-¡Confío en ti, Nazareno! –gritó Jonás, con unas palabras que le salían, mitad por mitad, del corazón y de las tripas-: ¿Eso basta, verdad que sí?

Entonces el Maestro cambió de táctica. No utilizó su aliento, sino que cogió saliva en las yemas de sus dedos y, con un gesto que vuestra cursi sociedad del siglo XXI calificaría como vulgar, casi séptico, frotó los párpados de Jonás. Cada vez que hacía este gesto, yo observaba la reacción del paciente. Es como si pretendiera ponerle a prueba: la desconfianza en el médico se debilitara ante un gesto tan poco higiénico, que provocaba un movimiento de repugnancia instintivo. Pero Jonás estaba aprendiendo con celeridad la lógica de Dios. Concluida la curiosa cirugía, todos comprendimos que había recobrada la vista definitivamente. Su mirada era ahora nítida. Lo primero que hizo fue acercarse a su esposa:

-Perdóname Barabram. Tú no lo sabes, pero…

-Yo sí lo sé Jonás –le interrumpió ésta-. Lo sé todo. Lo sé desde la primera vez que me traicionaste, antes de que perdieras la vista.

No hizo falta más. Jonás se volvió hacia el Maestro, sonrió, luego tomé de la mano a su mujer y juntos se alejaron para fundirse con ellos.

Simón Pedro se aproximó:

-De Betsaida tenía que ser. Ni tan siquiera te ha dado las gracias.

-Sí que lo ha hecho y de la mejor manera posible: ése ya no se avergonzará de mí.

Mi Señora Miriam se aproximó:

-Mucho has tardado esta vez en devolverle la salud a ese hombre. ¿Tan escasa era su fe?

El Maestro le habló con fingida dureza:

-¡Qué Madre tengo! ¡Siempre empeñada en saberlo todo!

Luego se volvió hacia su número dos y le dio instrucciones:

-Pedro, avisa a los demás: esperadme en Corozaín. Podéis cruzar el río por el vado de Cafarnaúm. Allí me veréis.

Mientras se alejaba, Pedro se dirigió a mi Señora Miriam:

-Ha tardado tanto en curarle por su falta de fe, ¿verdad, madre?

-Si por eso… y para que todos pudierais verlo.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com