Días atrás he visitado el campo de exterminio nazi más famoso del mundo, ubicado, cómo no, en el país europeo más masacrado durante toda la modernidad: la católica Polonia. Una visita que, incluso al rutinario hombre de hoy, inhabilitado para el asombro, puede ponerle un nudo en la garganta y una presa en el estómago. En Auschwitz, sólo apetece llorar.
En medio de la desolación, los dos detalles que más me llamaron la atención no creo que pasen a los libros de historia. Se trata de una foto, en la que un oficial médico de las SS recibe a la nueva leva de prisioneros que acaba de llegar en tren al campo (Auschwitz-Birkenau, el más grande, el más moderno, el que asesinaba más pronto) en aquellos vagones malditos. El oficial observa a los recién llegados, no más de unos segundos, y generalmente les asigna su cometido: hacia la izquierda o derecha –hombres y mujeres- donde se alinean los barracones, o hacia el frente, al fondo de aquel recinto alambrado: hacia las cámaras de gas.
Parece la mano de Dios –mejor, de Satán- decidiendo, sin apenas extender el brazo, con expresión lánguida pero imperiosa, el destino de los recién llegados. Respecto a los ejecutados de forma inmediata, existe otra foto de las cámaras de gas, derruidas por los nazis –sólo se ha reconstruido una, con sus agujeros para el Zyklon B, y sus crematorios, en el primer Auschwitz- estaban circundadas por una pequeña pradera. Allí se podía ver a madres con sus hijos, comiendo lo poco que tenían, esperando su turno para la ejecución. Claro que ellas no sabían que por los agujeros del techo iba a salir gas venenoso que les provocaría la muerte tras 15-20 minutos de agonía, a ellos, ellas y a sus hijos menores, sino que creían de buena fe que se trataba de duchas colectivas, instaladas para desparasitarse, tras el largo viaje en vagones de ganado.
Sí, no lo sabían. Y si hablo en femenino es porque una mujer sana que llegara al campo podía salvarse, si el médico –es un decir- de las SS decidía que gozaba de buena salud y podía soportar doce horas de trabajo forzado sin alimento ni descanso posible.
Las condenadas más robustas, aquéllas que no eran enviados a las cámaras, solían soportar una media de dos meses de trabajos forzados, pero, de cualquier forma, por muy buena salud que tuvieran, si tenían hijos pequeños eran dirigidas a las cámaras. Y si no los tenían, también, que fue lo que les ocurrió a dos hermanas alemanas, religiosas carmelitas, la mayor de ellas una de las grandes filósofas del neorrealismo fenomenológico: Santa Edith Stein.
Sí, las recién llegadas no sabían que el dedo de aquel oficial les llevaba al crematorio hasta que estaban en el subterráneo y comenzaba el horror. Algunos prisioneros ayudantes de los SS, aconsejaban a las recién llegadas: "Deja al niño, deja al niño", pero no es fácil que una madre abandone así, por las buenas, a su hijo.
El segundo aspecto que me llamó la atención fue, precisamente, el origen de esas fotos. Una de las sobrevivientes de Auschwitz-Birkenau, en su dramática vuelta a casa, quiso abrigarse con el uniforme abandonado de un oficial nazi. Al introducir su mano en el bolsillo, encontró una serie de carretes de fotografías. Cuando pudo revelarlas se encontró con un paisaje y unos rostros que conocía bien.
Esos carretees fueron una de las claves para que los partidarios de negar la masacre nazi de Auschwitz lo tuvieran más difícil. Los nazis derrumbaron las cámaras y los hornos crematorios y los nietos del director de tan macabra prisión, Rudolf Hëss, continúan defendiendo el honor y la clemencia de su abuelito. Esta es la sociedad de la información, sí, pero eso no supone que la gente esté mejor informada: sólo está más informada. En la sociedad de la información se hace realidad el viejo dicho: ¿Cómo esconder un elefante en la Quinta Avenida? Y la repuesta es: Llenando la Quinta Avenida de Elefantes.
Al final se corre el riesgo de que el pluralismo no sea sino la fragmentación y disgregación propia de la materia corrompida. En Europa se ha corrido el riesgo de que, en efecto, un campo de exterminio donde fueron asesinados entre 1,1 y 1,5 millones de personas sea negado de la existencia, borrado de la historia. Nada más invisible que aquello que nos desasosiega y a lo que preferimos no prestar atención. No hay peor ciego que el que no quiere ver. Nada más invisible que las desgracias vistas desde cerca.
Por cierto: ¿Es Auschwitz cosa del pasado? Ni hablar. En España, en el democrático Madrid, tenemos unos campos de exterminio estupendos, llamados clínicas abortistas, donde son masacrados cada día un montón de inocentes cuyo único delito no es el de ser judío, sino el ser pequeño. Hay un Auschwitz en la calle Hermanos Gárate, llamado Dator, y otro justo al lado de Gran Vía, en Callao, y otro en la calle Ibiza, junto al parque del Retiro. Y nadie dice nada. Como en la Alemania nazi, donde nadie sabía nada de Auschwitz, como en el mundo de la posguerra, donde se pretendió ignorar, incluso negar, hasta la existencia misma de Auschwitz-Birkenau.
Eulogio López