Jean-Paul Sartre era francés. Lo sé, es grave. También era existencialista lo cual es peor que grave: es tristísimo. Tenía muy mala uva, pero no es grave. Siendo un existencialista no supone sino una reiteración. Finalmente, era un ególatra, aunque eso no por existencialista, sino por francés. Ya lo decía Ortega: los soberbios somos los españoles (y en especial los vascos, añadía, sin el menor asomo de talante), a los franceses les basta con su aparatosa vanidad.
Ahora bien, planteadas las anteriores premisas, sin duda ineludibles, hay que confesar que hizo cosas buenas. Por ejemplo, también era un ateo militante, pero no era idiota, sino un tipo muy inteligente consciente de tres cosas que debieran bastar para llenar una vida:
1. No hay quien explique el universo sin un creador. La pegunta por qué existe algo, la única cuestión radical, vital, bullía en su cerebro con la misma insistencia que bulle en toda cabeza bien amueblada.
2. Si no hay Dios todo vale, y Sartre sabía que todo no vale, al menos si se tiene una remota esperanza de felicidad.
3. Por último, sabía que, si se quiere triunfar en el mundo moderno, nacido de la Primera, que no Segunda, Guerra Mundial, lo mejor es que Dios deje de ser una persona para convertirse en una cuestión. Es como la enseñanza de la religión convertida en asignatura sobre el hecho religioso. Que Dios sea un algo, no un alguien.
Y Sartre quería triunfar en la vida, ser una referencia intelectual de la postguerra. Como Zapatero y la postguerra iraquí por decir algo. Quizás por ello, su originalísima, espléndida, excitante obra de teatro navideña Barioná no fue promocionada por su autor. Es más, es una de esas curiosas obras propias de un genio que ha pasado inadvertida. El teatro, lo diré otra vez, es el instrumento cultural más influyente en la historia de la humanidad. Hoy también: muchos de nuestros usos y costumbres dependen de las teleseries y comedias de situación. Sí, por eso tenemos unas costumbres tan estúpidas, pero no se puede negar la influencia actual del teatro. Sólo que la actual, es una influencia nefasta.
La de Sartre, no. Barioná es una obra fuerte, profunda, de temple, viril, alejada de tanta carantoñas y blandeguerías con las que los malos poetas acostumbran a tratar el nacimiento de Cristo. Sartre, ese insoportable franchute, lleva la Navidad a sus conclusiones lógicas, las más dramáticas, las más recias, las más vibrantes, vehementes, recias. Una obra que se lee y no se deja hasta el final, un antídoto para la cursilería, un reconocimiento de que no hay nada más profundo que la unión del espíritu inmortal y la materia perecedera, explosiva mezcla que ha dado lugar a ese anfibio llamado hombre y a la historia entera de la redención, y además, es una obra que secuestra a lector hasta el final. Como dicen los adolescentes: electrizante.
Ocultada por el discurso cultural imperante (¡Cielo santo, el gran Sartre dedicando una obra de teatro al Niño de Belén), la pieza ha sido rescatada por un profesor de la Universidad Francisco de Vitoria. Leerla es una forma de vivir la Navidad, porque la historia de Barioná no acaba con el fin de la lectura, se queda en la imaginación.
Aconsejamos la compra de esa pequeña maravilla a la que los promotores culturales más poderosos, es decir, los medios informativos, se niegan a promocionar. Y para tentar a los lectores de Hispanidad, publicamos su primer acto. El resto, mejor leerlo negro sobre blanco, pues leer en pantalla no deja de ser una de las torturas implantadas por los tiranos del siglo XXI.
Eulogio López