La inventó su predecesor, Juan Pablo II, y se ha convertido en la receta del Vaticano en materia de Derecho Internacional. Ojo, la Iglesia se desmarca del internacionalismo, en cuanto no habla de gobierno mundial, sino de derechos universales. Además, aclara el Papa, no puede haber una arquitectura de los derechos humanos sin el respeto a la persona por nacer. Y también: el conocimiento empírico no es el único conocimiento objetivo

La Declaración Universal de los Derechos Humanos cumplirá 60 años el próximo 8 de diciembre y, con su viaje a Nueva York, Benedicto XVI ha querido dejar claro cuál es la "ideología" de la Iglesia en la materia, según su discurso ante Naciones Unidas y el no menos importante alocución en el Encuentro Ecuménico celebrado en la neoyorquina iglesia de San José ante 250 representante de varias decenas de confesiones cristianas.

En la ONU, el papa insistió en la "universalidad, indivisibilidad e interdependencia de los derechos humanos". Y es que "Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias". Cuando los gobiernos no cumplen esa función, o colaboran en la violación de esos derechos, la comunidad internacional, representada en Naciones Unidas, puede y debe actuar. Es el principio de injerencia humanitaria plasmado por Juan Pablo II, el mismo Papa que se enfrentó directamente a George Bush para evitar la guerra de Iraq y que, al mismo tiempo, exigió que la comunidad internacional enviara a soldados a Bosnia para parar el genocidio serbio.

Eso sí: Benedicto XVI no habla de un Gobierno mundial, sino de un derecho mundial para proteger la individuo. En definitiva, la comunidad internacional no debe sustituir a los Estado salvo cunado éstos no cumplen con su obligación de defender al individuo porque "la acción de la comunidad internacional y de sus instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que están en la base del orden internacional, no tiene porqué ser interpretada nunca como una imposición injustificada y una limitación de soberanía".

Desde esa doctrina de la injerencia humanitaria, que no Gobierno universal, la Iglesia se apunta al multilateralismo, que no al internacionalismo del Gobierno mundial. El Papa, incluso, no tuvo reparos en alinearse con los países medianos que piden la reforma del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y, en especial, la supresión del derecho de veto de EEUU, Rusia, China, Francia y Reino Unido.

Eso sí, esa especie de Constitución mundial de los Derechos del Hombre debe mantenerse tal y como fue alumbrada doce lustros atrás. Porque esa Declaración Universal constituye un aldabonazo contra el relativismo a la moda. En otras palabras, la Declaración reconoce al hombre una serie de derechos absolutos por el mismo hecho de pertenecer a la raza humana. Nada más contrario al relativismo que los intentos del Nuevo Orden Mundial (NOM) de ampliar la Declaración a los llamados derechos reproductivos, que no es otra cosa que el aborto y la esterilización forzosa en los países pobres. Así, el obispo de Roma pidió que se respetaran "los imperativos éticos", como, por ejemplo, "el carácter sagrado de la vida humana" desde la concepción a la muerte natural. Dicho de otra forma, con aborto no hay democracia ni hay derecho internacional.

En el encuentro ecuménico, Benedicto XVI trató otras cuestiones ‘político-económicas", como la globalización, que ha colocados a la humanidad "entre dos extremos: "Por una parte, el sentido creciente de interrelación e interdependencia entre los pueblos, incluso cuando, hablando en términos geográficos y culturales, están distantes unos de otros. Esta nueva situación ofrece la posibilidad de mejorar el sentido de la solidaridad global y compartir responsabilidades para el bien de la humanidad. Por otra parte, no se puede negar que las rápidas mutaciones que suceden en el mundo presentan también algunos signos desagradables de fragmentación y de repliegue en el individualismo. El uso cada vez más extendido de la electrónica en el mundo de las comunicaciones ha comportado paradójicamente un aumento del aislamiento".

Por otra parte, el Papa ha aprovechado su visita a Nueva York para abordar la cuestión del cientifismo, latente en toda la vida intelectual de la humanidad. El Pontífice ha recordado que el conocimiento empírico no es la única forma de conocimiento. El Papa alerta contra el peligro de reducir la acción de Dios y el poder de la Gracia: "La fuerza del kerigma no ha perdido nada de su dinamismo interior. Sin embargo, debemos preguntarnos si no se ha atenuado toda su fuerza por una aproximación relativista a la doctrina cristiana similar a la que encontramos en las ideologías secularizadas, que, al sostener que solamente la ciencia es objetiva, relegan completamente la religión a la esfera subjetiva del sentimiento del individuo. Los descubrimientos científicos y sus realizaciones a través del ingenio humano ofrecen a la humanidad sin duda nuevas posibilidades de mejora. Esto no significa, sin embargo, que lo que puede ser conocido ha de limitarse a lo que es verificable empíricamente, ni que la religión esté confinada al reino cambiante de la experiencia personal".

Desde Estados Unidos, donde Benedicto XVI ha cumplido tres año de pontificado, todo el mundo –salvo los prisioneros del prejuicio- se ha asombrado ante un Papa que hace fácil lo difícil y comprensible lo abstruso, y que argumenta más que afirma. Por el momento, la Iglesia predica la nueva era de la injerencia humanitaria como marco de las relaciones internacionales en el siglo XXI. Y conste que a los países más poderosos del mundo, especialmente a los cinco grandes, no ha debido hacerles mucha gracia.