A cada hombre se le conoce por sus obras, que nunca mienten. Al Dios invisible se le conoce por sus obras, la creación visible. Es este uno de esos axiomas con los que en todo tiempo ha contado la humanidad, en cualquier época, cualquier cultura, en cualquier latitud. Pero la modernidad, ese divertido manicomio del pensamiento débil, ha convertido lo supuesto en descubrimiento.

Benedicto XVI (en la imagen) nos enseña a pensar. O a volver a pensar. Su alocución del viernes en el año de la fe, al igual que sus últimos discursos, caminan por la misma vía: Dios no es una opción y, lo que es más relevante: la criatura puede, no sólo demostrar su existencia, sino hablarle. Para eso ha sido creado racional y libre. 

Insisto: nuestros antepasados tenían esto muy claro. A ningún romano le hubiese extrañado que un hombre asegurase hablar con Dios. Hubiera preguntado de qué dios se trataba, pero eran lo suficientemente listos como para convencerse de que no puede haber creación sin creador.

Sólo el hombre del siglo XXI, el más avanzado tecnológicamente, es incapaz de comprender algo tan simple. Benedicto XVI se ha empeñado en enseñarnos a pensar... otra vez.

Eulogio López

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