Dilma Rousseff impone la incoherencia en el gigante iberoamericano: no es partidaria del aborto pero lo fue y lo es su partido. Además, durante la carrera electoral ha pasado de agnóstica a fervorosa creyente. Su victoria, pues, constituye un interrogante
La sucesora de Lula da Silva en la izquierda brasileña, Dilma Rousseff, es ya la nueva presidenta del gigante iberoamericano. Ha vencido a Serra, aunque bien es cierto que aprovechando todos los resortes del Estado, los que ha puesto en su mano el presidente Lula da Silva.
Fe y aborto se han convertido en los ejes del duelo entre Rousseff y José Serra. La vencedora asegura que está por la defensa de la vida del no nacido pero que no modificará la actual legislación, que permite matar al no nacido en caso de violación o de peligro para la vida de la madre. O sea, algo parecido a la de aquella desprestigiada política norteamericana, Geraldine Ferraro, quien aseguró estar en contra del aborto pero no sentirse capacitada para prohibir abortar a la vecina.
Algo parecido a esto: Personalmente estoy en contra de la esclavitud pero no puedo prohibir a otros que tengas esclavos. O más actual: personalmente estoy en contra de golpear al cónyuge, pero no puedo prohibir a los demás que lo hagan. En verdad, doña Dilma abre muchos interrogantes sobre su gestión futura.
Otro de los duelos electorales se libró sobre la cosmovisión de Rousseff. Un candidato no está obligado a decir si es creyente o ateo pero, si se le pregunta, y quiere practicar la trasparencia, debe aclarar qué es, no acudir a la acostumbrada sarta de tópicos manidos. Doña Dilma ha cambiado de opinión demasiadas veces sobre sus creencias. Simplemente, ha considerado que la Presidencia del gigante brasileño bien vale una misa. Y no, a algunos brasileños no les parece sincera.
Otra cosa es que la alternativa tampoco sea muy sincera pero eso es un triste consuelo: es el mal menor, una opción siempre deprimente.
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