Lo de subir los salarios mínimos en Europa está muy bien. Es un avance, pero insuficiente. Sería una buena meta, desde luego, un sueldo mínimo para todos, vivan en España o en Luxemburgo -algo de eso dijo Juncker, por cierto, antes de tomar asiento en la presidencia de la UE-. Como esa meta parece, tal como están las cosas, utópica, es también razonable pedir que la presión fiscal no sea igual en todos los países europeos, como piden algunos (Olli Rehn, por ejemplo, cuando ha pedido a España que contenga los costes laborales unitarios), sino que se homologue también a los sueldos. Estamos apañados si un alemán gana el doble que un español, pero los dos tienen que digerir la misma carga fiscal. Uno avanza y el otro se descorazona vivo.
Jean-Claude Juncker defendió un salario mínimo europeo con un argumento: no le gustaría "que la precariedad se convierta en legalidad", lo cual suena muy bien. Ahora bien, estaría incompleto si no se añade que, mientras en España ese salario mínimo está en 752,85 euros, que es casi la mitad del de Francia (1.430,22 euros al mes) y más de 1.000 euros inferior al de Luxemburgo (1.874 euros al mes). Sería un hito, en cualquier caso, para que Europa avance no sólo en lo económico sino también en lo social para proteger, por ejemplo, a las familias (la base y explicación de un Estado). La Iglesia da buena cuenta de ello en sus encíclicas sobre doctrina social, especialmente desde el papa León XIII, que dio respuesta con criterios a los movimientos obreros del siglo XIX.
Otra cosa, además, dejando el salario mínimo al margen, es comprobar cómo han ido evolucionando las rentas, en función de la actividad profesional. Es de sentido común que un 'becario' no gane lo mismo que el directivo de una multinacional, pero hay un límite ético también ahí, por abajo y por arriba.
El desequilibrio mayor llega en los sueldos más altos, que se traduce en una concentración de riqueza desproporcionada. Los directivos mejor pagados en los países desarrollados ingresaban 20 veces más que la renta de un trabajador en los años ochenta, sesenta veces más a finales de los noventa y 160 veces más hace dos años, en plena crisis económica, que es, así las cosas -por su naturaleza financista- una crisis permanente.
La productividad no es un argumento suficiente válido en casos tan desproporcionados porque ningún país ha aumentado su productividad en esa medida (basta echar un vistazo a la evolución de las remuneraciones según ese baremo).
Los impuestos son un mal sueño para todo el mundo, pero no pueden convertirse en una pesadilla para unos y en una ligera jaqueca para otros. Es la última idea que les dejo. Si se grava igual las rentas del trabajo (el sueldo a fin de mes) que las rentas de capital (que tanto se prestan a la especulación) estamos apañados y saben por qué: las desigualdades excesivas aumentarán tanto que los desequilibrios son inevitables.
Mariano Tomás
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