Es más, un observador imparcial, pongamos un alienígena, un fino analista marciano, predeciría la derrota final de la Iglesia, tal como llevan haciéndolo algunos listillos, que no son marcianos, desde el siglo primero. Al final, caen todos los imperios que estaban a punto de finiquitar a la Iglesia, y ésta, terca, permanece. En toda la historia, la única Ave Fénix es el Cristianismo.
A día de hoy, el parte de guerra apunta una victoria tras otra del mundo, cada vez más crecido. Una victoria que no viene por aniquilación, sino por suplantación. Esto se logra forzando que todo lo cristiano suene ridículo a los ojos de la mayoría, es decir, del mundo. El siglo XX, especialmente en su segunda mitad ha sido el máximo exponente de esta sensación de inferioridad, de ridículo, tal y como se sentiría un hombre al que dejarán en calzoncillos en pleno Paseo de la Castellana. Así se sienten algunos militares del primer ejército, el de la Iglesia, razón por la que en verdad, como en aquella vieja conseja de unas religiosas asentadas en un pequeño pueblo, cuyo principal objetivo monástico consistía en pasar inadvertidas pero no querían decirlo muy alto, porque aún temían más a la retranca de los lugareños quienes, si entraban en conocimiento del asunto, sin lugar a dudas les habrían colocado el mote de las inadvertidas.
Pero a lo que estamos, del siglo XX hemos pasado al siglo XXI. En él, el ejército vencedor, el mundo, ha decidido cambiar de técnica: ya no se trata de ridiculizar sino de llevar al diván del psicoanalista, precisamente ahora, cuando el psicoanálisis ha pasado de moda. Ya se trata de que comportarse como cristiano genere chanza, ahora lo que tiene que generar es compasión. No hay que burlarse del cristiano, hay que llevarle al loquero. Sus posturas son tan llamativas como estrafalarias, tan fanáticas como pueriles. Vamos, vamos, no hay que maltratarlo ni combatirlo, hay que curarle. No es malo, sólo está demenciado.
Cuenta Benedicto XVI la historia medieval de aquel judío que viajó la Corte Papal y se hizo católico. Cuando regresó, un conocedor de la vieja Roma, le preguntó: ¿Pero llegaste a darte cuenta de todo lo que sucede allí?. Si, respondió él-, lo he visto todo, hasta los más repugnante escándalos. Su interlocutor no daba crédito : Y entonces cómo es que te has hecho católico? A lo que el judío repuso : Pues por eso mismo. Si la Iglesia sigue existiendo a pesar de todo, debe de haber alguien que la sustente.
Una historia muy parecida a la que cuenta Chesterton, a cuya conversión ayudó mucho la curiosidad que, siendo un joven ateo, le indujo a entrar en una iglesia católica. Justo en ese momento, el clérigo ofrecía una muy brillante intervención desde el púlpito. Cuando abandonó la iglesia, el escritor se hizo la siguiente reflexión: Sin duda ésta es la religión verdadera, porque una Iglesia que ha sobrevivido a la caída de los más grandes imperios y las más poderosas culturas, con unos ministros que dicen las estupideces que le acabo de oír a ése, no cabe duda, Dios es quien la mantiene en pié.
O sea, lo mismo que cuando el bueno de Napoleón encarceló a Pío VII y amenazó con exterminar a la Iglesia, un cardenal le respondió. Eso es imposible: Ni tan siquiera lo hemos conseguido nosotros.
Pues lo dicho : el nuevo ataque es por el flanco de la insania. A los católicos ya no nos quieren ni echar a los leones ni expulsarnos del foro : ahora quieren curarnos ¡Qué miedo!
Eulogio López