Con la sentencia del miércoles el Tribunal Supremo perpetró dos atentados terroristas -tranquilos, hablamos de ideas-: contra la libertad de educación y contra la objeción de conciencia.

El primero parece claro: si es el Estado (gobiernos, jueces e intereses empresariales, corporativos o sindicales) quien educa a los niños, el papel de los padres se reduce  a mera comparsa.

Pero aún me parece más grave que el Tribunal explicite que los padres no pueden objetar. Repitamos, muchachos, una vez más: la objeción de conciencia no es un derecho, son todos los derechos en su punto de prueba. Si un hombre tiene que actuar contra su conciencia ni tiene conciencia ni tiene libertad. Toda la historia de los derechos humanos consiste precisamente en la objeción de conciencia como límite: es decir, en conseguir una convivencia que sea pacífica sin violentar la conciencia individual. Si la convivencia es pacífica violentando las conciencias particulares estamos ante una tiranía. Si se respeta la libertad de las conciencias como límite para dictar normas y no se respetan las leyes estamos ante una guerra civil. O agujero o chichón: tan desagradable resulta lo cóncavo como lo convexo.   

La opción por la convivencia es aún más peligrosa que la opción por la conciencia. No olvidemos que la objeción de conciencia ya nos la hemos cargado con el juez Ferrín. Y no olvidemos que el derecho de los  padres a formar a sus hijos, se lo quiere cargar la nueva Ley de la Infancia catalana, cuyo borrador asegura que si un chica de 16 años quiere abortar no necesita el permiso de sus padres y que, si es menor de esa edad, y pretende abortar, será un juez -otra vez el Estado- quien decida quién tiene razón, si los padres o la niñata de útero fogoso, por ejemplo, de 13 años de edad.

Tenga juicios y los ganes... aunque sea en el Supremo.

Eulogio López

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