España es un país donde se vive muy bien, pero donde la gente está atrapada por el tópico (que no por el trópico. ¡Ojalá, hijo, ojalá!). Los lugares comunes, en ocasiones de origen desconocido, pueblan las calles y anulan las neuronas de los españolitos. No he visto mejor definición que la de Torcuato Luca de Tena, en aquella obra sobre los voluntarios españoles de la División Azul, en Rusia. Gente que había arriesgado la vida en la trinchera, se amilanaba cuando, una vez hechos prisioneros por el Ejército Rojo, el comisario de turno les preguntaba por sus creencias personales: algunos advertían que eran masones, otros que ellos no tenían nada contra el comunismo, que les habían engañado, etc, etc. Mucha valentía física, pero muy poco coraje cívico (esto del coraje cívico puede servir para la nueva asignatura del PSOE, Educación para la Ciudadanía), simplemente para decir en voz alta lo que se piensa.

Uno de los tópicos más castrantes en el momento presente en España es el europeo. La Unión Europea es sinónimo de modernidad, libertad y democracia. Es decir, la UE es genial. El que se oponga a la UE es un insensato o un fascista.

Curioso, porque en los países fundadores del entramado nadie piensa así. Los franceses y alemanes sólo creen en una Europa regida por franceses y alemanes. Los británicos entraron en la Unión Europea para poder fastidiar desde dentro. Los escandinavos para enseñarnos a ser solidarios, los italianos porque les encantan las novedades. Portugueses, irlandeses y griegos se cachondean de la UE, pero adoran sus subvenciones. A los países del antiguo bloque comunista les encantan las susodichas subvenciones, pero no se sabe si están más felices de haber ingresado en la Unión o en la OTAN, que les protege de un retorno a la dictadura, por la derecha o por la izquierda, que es lo mismo. En definitiva, de la OTAN esperan que les defienda, de la Unión que les ayude económicamente, a cambio de comprar productos alemanes y franceses y de renunciar a tener un tejido industrial propio.

Pero ninguna de esas indudables ventajas les lleva a idolatrar a Europa. En España sí, en España si defiendes el NO a la Constitución europea es que vives en la caverna y rozas el fascismo redivivo o el comunismo rampante, eres una especie de ácrata ultra radical. En cualquier caso, un tipo peligroso.

Ha tenido que visitar España el presidente checo, Václav Klaus, para recordarnos unas cuantas evidencias, casi tautológicas, sin que se ruborizara por ello, como hace nuestro buen Mr. Bean. Allá van unas cuantas píldoras checas: Es legítimo criticar la Constitución Europea. Es más, afirmó que si por él fuera la escribiría de forma totalmente diferente, porque no resuelve los problemas reales de Europa, sino que los deja a un lado. Y más: la Constitución europea parte de errores como que Europa existe como entidad colectiva en el pasado y, por tanto, debe volver a existir en el futuro.

Es decir, como cualquier persona con sentido común, Klaus recuerda que la Unión Europea es un proyecto estupendo, pero no a cualquier precio. Por ejemplo, no al precio que quiere imponer Giscard dEstaing, con su tufillo masónico-hortera.

La Constitución prescinde del Cristianismo que es, precisamente, la fuerza creadora de Europa y de todos sus principios. ¡Ojo!, no prescinde del Cristianismo porque  omita su mención en el Preámbulo, sino porque elude sus principios, que son los que han forjado no sólo Europa, sino toda la cosmovisión occidental, motor del mundo libre. Una Constitución es un entramado de derechos, pero, como le ocurre a los más tontainas del Partido Popular (sí, en el PP los hay tontainas y más tontainas) que pretenden cambiar lo de humanismo cristiano por humanismo occidental, la futura Constitución europea no habla del derecho a la vida, no habla de cómo se organiza la sociedad (es decir, no habla de la familia), no reconoce el derecho a la libertad de tránsito, es decir, cierra las fronteras a los inmigrantes, y apenas hace referencia a la justicia social, a una aceptable distribución de la riqueza, que también es un derecho. En definitiva, se trata de una Constitución vaga, que deja todo en el aire. Insisto, tremendamente masónica. Si algo caracteriza a los del mandil es la vaguedad de principios, precisamente lo que permite una ejecución a gusto del consumidor. Todavía hay algo peor que una ley injusta: una ley inconcreta. Con ese tipo de normas en la mano, cualquier tirano puede imponer su voluntad en el día a día.

La mentalidad masónica fue perfectamente dibujada por ese genio llamado Gilbert Chesterton, cuando hablaba de los dos partidos de ideologías presentes en la sociedad moderna, y que no eran sino dos formas del rancio, deleznable e inmortal régimen aristocrático. Ocurría en la Inglaterra de los años treinta del pasado siglo, pero resulta perfectamente aplicable a la España del siglo XXI y a toda Europa.

El amigo Gilbert los describía de esta guisa: Ambos partidos tradicionales creen en el Gobierno de pocos; la única diferencia entre ambos consiste en que para unos debe tratarse de unos pocos conservadores y para otros de unos pocos progresistas. Ello puede enunciarse, acaso un tanto rudamente, diciendo que unos creen en cualquier minoría con tal que sea rica y los otros en cualquier minoría con tal de que esté loca.

Pues bien, el ideal masónico es el del progresista millonario. El hombre que está por encima del bien y del mal, y que, como no cree en nada, puede permitirse el lujo de ser tolerante, de aceptar algo y su contrario. Pero, eso sí, mientras tan tolerante élite retenga el poder político y el económico. O sea, como Giscard y la Constitución europea.

Un buen momento para librarse del tópico y pedir que se rehaga (y que no la rehaga Giscard) el texto que se va a someter a votación. A fin de cuentas, hemos esperado más de medio siglo. No corre prisa.

Eulogio López