"He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra".
Uno de los inconvenientes de ser un espíritu es que la privacidad no existe. El otro, ya os lo he explicado, es que no dormimos nunca: ¡Cuánto os envidiamos a los hombres el don del sueño!

Digo que en el mundo angélico no existe la privacidad. Nuestro lenguaje y nuestro pensamiento se confunden y nuestra conversación ni consiste en un contraste de opiniones sino en un conjunto de conclusiones, lo que no quiere decir que seamos infalibles, de la misma forma que hay hombres más, y hombres menos, inteligentes. Sencillamente: nos conocemos porque nos vemos… en todo momento, y eso que no tenemos ojos.

En resumen, un ángel es una ventana abierta para otro ángel. En nuestro mundo, en el Reino, no podrían existir, ni los tribunales de justicia ni la prensa del corazón, dos de los instrumentos más embusteros de la humanidad. Ventajas, o desventajas, de la inmaterialidad.

Sin embargo, si nos reservamos un apartado de privacidad: somos espíritu sin fin pero con principio, seres creados. Al igual que vosotros, por lo que nuestras conversaciones con el Creador, lo que vosotros llamáis oración, es privativo de cada ángel, y el resto de nuestra raza, perdón, comunidad, angélica no puede penetrar en este reducto: ¡Laus Deo!

Y todo esto significa que ninguno de nosotros se enteró de la misión que el Único encomendó a uno de nuestros mariscales más preclaros, Gabriel, cuando en el siglo I de vuestra era fue enviado a un villorrio de Nazaret, a una mujer, recién salida de la pubertad, que había hecho voto de castidad perfecta, ya antes de haberse desposado, que no convivido, con un descendiente del Rey David. Nadie se enteró de lo que iba ocurrir hasta que sus palabras resonaron, estruendosas, en todo el Reino, cuando Gabriel se hizo visible en aquella casa de la Galilea:

-Alégrate, llena de Gracia, el señor está contigo.

Entendedme: si algo nos molesta a los ángeles es el empeño humano en representarnos como figuras andróginas, más afeminadas que femeninas, que, como afirmaba uno de vuestros pensadores, parecemos estar a punto de exclamar, con voz atiplada: "¡Ea, ea, no es nada!". Muchos de vuestros mejores artistas han incurrido en tan lamentable imagen. Lo cierto es que cuando a los espíritus se nos ordena hacernos visibles a un hombre la primera impresión que producimos en el vidente suele ser de terror. El susodicho humano se lleva un susto de muerte. Entre otras cosas, porque percibe que lo más recóndito de su corazón estaba al descubierto. El ángel penetra en su corazón. Se puede disputar con un espíritu pero no se le puede  engañar.

Mi Señora Miriam, que de ella hablamos, se sorprendió ante aquel saludo.

El único ser humano creado sin pecado no puede sentir miedo, porque el origen del terror es el pecado. Por igual motivo, no puede ser modesta, que es virtud menor, sino humilde, concepto muy superior. Además, la virtud primera de una criatura perfecta es la gratitud, porque el agradecimiento es la primera forma de pensamiento y María no escudriñaba la visión: se sentía agradecida por merecerla.

Quiero decir que Mi Señora Miriam, a quien vosotros reconocéis como Madre del Redentor, nunca se ha preocupado por compararse con ningún otro ser, humano o angélico. Le basta con saber que su perfección, su santidad, al igual que su existencia misma, procede del Único.

Mi Señora Miriam es perfecta pero un arcángel, por muy mariscal que sea de la milicia celestial, no lo es. Y fue entonces cuando Gabriel, dicho sea con todo respeto hacia mi superior, se excedió:

-No temas, María…

Una expresión de lo más inadecuada, casi pedante. Mi Señora Miriam no temía al mariscal Gabriel. Si acaso, lo que temía era caer en la suficiencia de los favorecidos, muy consciente de que, para ángeles y hombres, todo es gracia.

-Concebirás en tu seno y darás a luz a un Hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el Trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob y su Reino no tendrá fin.

Esta era la parte más curiosa. Veamos: mi Señora Miriam había hecho voto de virginidad. En sus desposorios con José, el descendiente de David era José, no su esposa, y el gran José había aceptado que no tendrían hijos para que su compañera pudiera cumplir su compromiso ante Dios: ¿Y entonces?

Figuraros si estaría asustada que en seguida preguntó:

-¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón?

Solo le faltó añadir: Dios no puede contradecirse: si ha aceptado que sea virgen no puede pedirme que sea madre. O lo uno o lo otro.

El mariscal Gabriel recibió instrucciones al respecto, lo que sirvió para aclarar el sentido de todo aquello a Mi Señora Miriam, a Gabriel… y a las miríadas de espíritus que observábamos la escena, como pasmarotes anonadados. El futuro bebé sería hijo de David sólo de derecho. Y es que la función de San José, serviría para dar cobertura al Salvador por una doble vía: evitar que la redención del género humano se envolviera en escándalo y dar cumplimiento a la profecía. De hecho, el recién nacido sería hijo de Dios; de derecho, hijo de José descendiente, venido a menos, del Rey David. Así que…

-El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el que nacerá será llamado Santo, Hijo de Dios.

Santo porque es Dios y sólo Dios es santo. Hijo de Dios porque José sólo sería su padre legal. El verdadero padre de Jesús es el Espíritu Santo.

Y ahora quiero aclararos algo. Lo más duro de la fidelidad es la permanencia. La lealtad, o es eterna o no es lealtad. Esa perseverancia es la que otorga honor a las criaturas que vivís en el tiempo y a las que habitamos fuera de él. Mejor: lo que distingue a los dos únicos tipos de criaturas racionales y libres que existen, hombres y ángeles, es nuestra potestad para formular votos. Sin capacidad de prometer no somos nada. Y mi Señora Miriam se comprometió.

Ojo, ella no dudó ni por un momento en la veracidad de algo tan inverosímil como la concepción de un ser humano sin obra de varón, en una intervención directa de Dios en una concepción humana. No, lo que no comprendía nuestra Reina, pues también es Reina de los ángeles, eran las órdenes, aparentemente contradictorias. No dudaba del poder de Dios, como había hecho su pariente, el testarudo sacerdote Zacarías, sino de su capacidad para entender el mandato divino. Pero las palabras de Gabriel aplacaron cualquier reconcomio.

-Y ahí tienes a tu parienta Isabel, que en su ancianidad ha concebido también a un hijo y la que era llamada estéril hoy cuenta ya el sexto mes, porque para Dios no hay nada hay imposible.

Otra metedura de pata de nuestro Mariscal: la aclaración acerca de  la omnipotencia de Dios no era necesaria para quien lo sabía mejor que él.

La Emperatriz del Universo se interesó por este detalle de su prima, que hasta entonces desconocía, e hizo sus planes. Pero lo primero es lo primero, y lo primero en ese momento era formular su segundo voto, su segundo compromiso vital:

-He aquí la esclava del señor, hágase en mí según tu palabra.

Y entonces se produjo el gozne de la historia: la tercera, y última, edad del mundo había comenzado. Los tiempos de la oscuridad dieron paso a la era de la palabra, lo que llamáis, no sin buen tino, Antiguo Testamento. Con aquel diálogo a tres bandas, entre Dios, un arcángel y una muchacha, comenzaba la era de la redención. 

Sólo me queda añadir lo que falta en el Evangelio. Si recordáis, la escena termina con las siguientes palabras: "Y el ángel se retiró de su presencia".

Pues bien, el hagiógrafo se dejó un detalle en el tintero. Antes de desaparecer de la vista humana, mi mariscal el Arcángel Gabriel, señor del Reino, se postró ante aquella adolescente judía, habitante de un villorrio perdido en la perdida Galilea.

Su genuflexión era doble. Desde el instante de su 'fiat' desde el mismo momento de la concepción, el Altísimo hecho carne ya moraba en las entrañas de María, en forma de embrión de la raza humana. El Único ya estaba, todo él, en aquella solitaria y nueva célula. Algo que vosotros deducís pero los ángeles sabemos.

Al mismo tiempo, el mariscal Gabriel, Señor del Reino, caballero del Rey de Reyes, se arrodillaba, en señal de veneración, ante la nueva Eva, un reconocimiento que los espíritus sólo otorgamos a una, no más, entre los miles de millones de personas que han existido y existirán: una desconocida doncella de un villorrio judío. Y desde aquel momento, los ángeles cumplimos sus órdenes con presteza. No olvidamos nunca que le debemos acatamiento: es nuestra superiora. El espíritu no se rinde a la materia, salvo en el caso de mi Señora Miriam.  

A ella también le fue exigida la única prueba que Dios exige a hombres y ángeles, la que engloba todos los mandatos del Supremo: que confiemos en su palabra. Sólo que María la superó con creces.

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com