Como en los años 70 y 80, la Iglesia y el mundo se enfrentan a un desafío crucial, y en el mismo escenario: Hispanoamérica. Tres décadas atrás, el desafío era la llamada Teología de la Liberación, que ni era teología ni liberaba de nada. Ahora regresan los mismos perros pero con distintos collares: ya no estamos en la bestia de la tierra –los teólogos pesaditos, tipo Boff o Sobrino- sino en la bestia del mar, que es política, y que podríamos representar, un poner, en Hugo Chávez o Néstor Kirchner, que son menos pesados y, como quien dice… un poquito cabrones. Ya no estamos en la teología de la liberación sino en el populismo.

Ahora, con la visita del Benedicto XVI a Brasil, se ha desatado una polémica artificial entre Benedicto XVI y Hugo Chávez, dos personas que no pueden debatir, porque el uno no entendería al otro y el otro no comprendería al uno. Benedicto XVI ha dejado claro que no está dispuesto a la chifladura de calificar la evangelización española de América como un genocidio. Lo mismo les ocurrió a los enviados de Felipe González a Argel para negociar con los etarras un posible acuerdo de paz. Al final no fue posible porque los etarras exigían que España reconociera cosas tales como "el genocidio del pueblo vasco", y claro, de esa forma resulta más bien difícil, dado que el conjunto del pueblo –o raza, si lo prefiere ETA- vasco parece gozar de buena salud. No hay más que contemplar con qué entusiasmo destrozan cajeros.

De la misma forma, resulta difícil dialogar con el señor Chávez, cuando se empeña en calificar de genocidio a unos colonizadores que en lugar de arrasar a la población autóctona, como hicieron los ingleses en Estados Unidos, por ejemplo, se casaron con las indígenas y dieron lugar a una raza mestiza a la que pertenece, por ejemplo, el señor Chávez y más del 75% de los actuales habitantes de toda Hispanoamérica. Como genocidas, los colonizadores españoles eran un desastre.

Si de religión hablamos, lo que está ocurriendo en Hispanoamérica es un memorial –eso sí, esta vez político, o sea, menos pelma y más peligroso para la integridad física- y para la inviolabilidad del bolsillo.

Creo haber contado ya que la anécdota que en mi opinión mejor refleja la historia reciente de Hispanoamérica. Se la contó al entonces cardenal Ratzinger un obispo sudamericano. En cierta ocasión recibió la visita de las autoridades de una población rural tremendamente pobre. La comitiva llevaba un doble mensaje. En primer lugar, agradecían a la Iglesia y a sus sacerdotes lo mucho que habían hecho por mejorar las condiciones de vida de la población. En segundo lugar, aclaraban que, ahora que, gracias a los evangelizadores, ya disponían de luz y agua corriente, además de primeros auxilios y una escuela coquetona, también querían tener una religión, por la que todo el pueblo, unidos como Fuenteovejuna, había decidido hacerse protestante. El actual Papa no lo contó, pero estoy convencido de que los susodichos lugareños, habían deseado que los curas católicos se quedaran con ellos en calidad de ingenieros, veterinarios o animadores socio-culturales, todo ello, naturalmente, bajo el paraguas jurídico de una ONG. Para hablarles de Dios, ya acudirían al reverendo o al pastor. Hoy, con la bestia del mar, es decir, el Populismo, los medios progres europeos -sin ir más lejos, El País, en un precioso artículo de Miguel Ángel Bastenier (miércoles 23)-. Pero para demostrar que la evangelización española de América tuvo más luces que sombras, como dice Benedicto XVI, yo creo que lo mejor es revisar Apocalypto, la genial película del genial Mel Gibson: porque si el indigenismo que venden los Hugo Chávez, Morales, Bachelet, Ortega, López Obrador, Tabaré, Correa, Kirchner y compañía consiste en eso, lo único que se les puede reprochar a los conquistadores españoles es su tardanza.