Quizás la razón de fondo sea ésta: en un Estado de Derecho, la última instancia de decisión no es la ley, sino la conciencia. Ahora bien, puede decirse que la conciencia es subjetiva. Cuando el hombre actual dice que la conciencia es subjetiva lo que quiere decir es que puede ser divergente, que no es lo mismo, pero dejémoslo. El caso es que, en efecto, una conciencia puede aconsejar A y otra conciencia B. Por lo general, todas las conciencias acaban apuntando en la misma dirección en los grandes asuntos morales (por ejemplo, casi toda las conciencias coinciden en que matar está más bien tirando a mal).
Y, en efecto, la divergencia entre conciencias puede provocar violencia, pero mucha más violencia origina la aplicación de una ley que atenta contra la conciencia. Es más: los principios que rigen la conciencia individual no deben moverse para evitar la violencia: lo que debe moverse son las personas, entre otras cosas para comprender la postura ajena. Si los principios se mueven para evitar la violencia, la violencia se multiplicará. Porque donde no se puede transigir es en la coherencia, esto es, con la conciencia: es el hombre el que debe adaptarse a su conciencia, no la conciencia a los deseos del hombre. La raíz última del relativismo contemporáneo no es más que eso : negar la necesaria sujeción del hombre no ya a unos principios, sino a su conciencia, esté o no rectamente formada. Un hombre coherente con su conciencia mal formada no es preocupante. Antes o después, los seres raciónales se comportan como tales. El preocupante, el que provoca violencia es el incoherente, el que considera que no tiene que ser fiel no ya a la ley natural sino tampoco a sus propias convicciones. Para ese hombre, si su interior, su conciencia, puede ser violentada: ¿por qué no iba a serlo la que le viene impuesta?
Porque de otra forma, nos encontraremos con lo del juez Pedraz: sé que este tipo al que voy a poner en libertad es un etarra, un asesino no arrepentido que volverá a matar o a animar al asesinato, pero no puedo demostrar que haya incurrido en una figura delictiva. Por tanto, le voy a poner en libertad.
De ahí las palabras de Benedicto XVI: O se cree en principios absolutos, o llse generará violencia. El relativista dice regirse por el consenso social plasmado en una ley. Falso, sólo se rige por sus propios apetitos, deseos o caprichos. Si no hace caso de su conciencia, tampoco prestará asentimiento al Boletín Oficial del Estado. Se guiará por sus propios deseos, más volubles que los principios, e incluso que la ley. Bien, esa es, también la razón de que la objeción de conciencia constituya unos de los pilares de la libertad. Sin derecho a la objeción de conciencia, simplemente no hay democracia. Lo que pretende ahora el Gobierno Zapatero no es otra osa que cargarse la objeción de conciencia: se obligará a funcionarios judiciales y a concejales a casar a homosexuales. Eso es tanto como cargarse la democracia.
Con la homosexualidad sólo nos cargamos a la raza humana. Con la ley del matrimonio gay nos cargamos la libertad de conciencia. No sé qué es peor, pero el Gobierno español lo va a conseguir, ambas cosas, con un sólo texto legal. En verdad, como recuerda la vicepresidenta del Gobierno, Teresa Fernández de la Vega, ¿a quién hace daño el matrimonio gay?
Y el juez Pedraz va a conseguir, al tiempo, que nadie crea en la Administración de Justicia: simplemente, no se puede anteponer ni la ley a la justicia ni la justicia a la conciencia.
Eulogio López