(San Juan 16, 13)
-Decidme, Jesús mío: ¿por qué vuestras palabras resultan tan comprensibles pero tan inexplicables?
- Es que sois largos de sentimientos y cortos de entendederas –respondió el crucifijo que colgaba de la pared central de la capilla.
Era el único lugar del enorme colegio, colegio concertado, donde había un poco de paz en el momento del recreo. Bueno, y en cualquier otro, dado que el enorme y vetusto oratorio colegial no era muy frecuentado. El recinto evocaba su pasado brillante y su presente de abandono doloso. A fin de cuentas, y a pesar de su empeño en disimularlo, el centro era propiedad de una orden religiosa y en algo tenía que notarse. Las monjas ya no impartían clase, ni de religión y, naturalmente, ninguna vestía el hábito que ordenaba la regla. No se celebraban eucaristías en aquella capilla salvo el día del patrón. En resumen, ocultaban a Cristo muy pudorosamente.
Salvo la hermana Jacinta, a quien los alumnos atribuían una edad de unos 483 años, aunque ella no lo sabía porque estaba sorda y, seguramente, chocheaba.
La capilla están sometida al régimen de minimalismo forzoso, esto es, por abandono. Paredes desnudas y un solitario crucifijo que coronaba un altar donde ya nunca se ofrecía el sacrificio.
En el colegio, las religiosas ya no impartían ni las clases de religión. Esa tarea había sido encargada por la directora, una mujer moderna y progresista, que vivía "en pareja" y no había tenido tiempo de procrear, dedicada como estaba a su profesión. Estaba claro que no había podido tener descendencia porque se dedicaba en cuerpo y alma a los hijos de los demás: una vocación en toda regla.
La directora había encargado la enseñanza del catecismo a otras profesoras igualmente modernas, progresistas y estupendas. Naturalmente la enseñanza del catecismo había sido modificado por la instrucción acerca de una ética universal, luego por el credo de la ideología de género y, finalmente, por una sumisión forzada a lo políticamente correcto.
Y era nuestra directora la que mandaba en el centro. La comunidad de monjas, siempre respetuosas con los profesionales y profesionales docentes, no osaban entrometerse en sus decisiones. A fin de cuentas, sólo eran las propietarias, responsables de la administración contable. Y ya se sabe que en materia de formación el mejor predicador es Fray Ejemplo. En resumen, un alumno podría pasar allí sus buenos 15 años antes de salir para la universidad sin haber oído hablar de la misericordia de Dios, limpio de cualquier contaminación clerical.
Total, que allí teníamos a la laica Lucía y a Sor Jacinta, la monja autista, en una capilla destartalada. Una profesora que no alcanzaba los treinta años y una religiosa que ya había cumplido los 90. Lo segundo era más habitual que lo primero. Sor Jacinta pasaba horas en aquel oratorio y sus hermanas de congregación aseguraban quera donde menos molestaba.
Aquella mañana, Lucía, profesora de inglés, se había refugiado allí tras el incidente que había presenciado en el patio del colegio. Un grupo de chicos y chica, no más de 10 años de edad, hablaba acaloradamente. Uno de esos diálogos impúberes tan absurdos que costaba comprender el busilis de la cuestión. Al parecer, los preadolescentes, todos ellos hijos de familias más que acomodadas, competían por saber cuál de ellos poseía más prendas Abercrombie, la marca que otorga personalidad.
Cuando Lucía consiguió entender el asunto la batalla había llegado a Sara, hija de un funcionario, quien confesó poseer una sola sudadera Abercrombie. Hubo un momento de estupefacción entre sus compañeros pero un instante después, como un hombre, todos empezaron a gritar señalando al reo:
-¡Pobre! ¡Pobre! ¡Pobre!
La profe de inglés no supo ni que responder. Tampoco les regañó. ¿Qué iba a decirles? ¿Podía acaso regañar a los burlones asegurando que sus padres les educaban fatal con tanto capricho. Eso podría haber creado un conflicto con los padres, algo que debía ser cuidadosamente evitado.
A Lucía sólo se le ocurrió refugiarse en la capilla y confiarse al crucifijo:
-¡Dios mío, son niños! Niños que ridiculizan a una compañera por delito de lesa pobreza: sólo tenía una sudadera de Abercrombie. Esa marca de cuerpos Danone es lo único que les importa.
Hablaba en voz alta, o al menos a media voz, en la seguridad de que su compañera, la matusalénica sor Jacinta ni la oía ni la escuchaba, no podía entenderla ni comprenderla. Para ser claro, Lucía no recordaba haberle oído hablar jamás. ¿Cómo habría sido en su plenitud? Misterio.
Quizás por ello, Lucía se sobresaltó cuando el estafermo, con una voz limpia, una de esas voces que mezclan dulzura y fortaleza, exclamó:
-¿De qué te extrañas? Nadie les ha enseñado a rezar.
Lucía pegó un brinco. Había oído hablar a una estatua y, al parecer, vocalizaba a la perfección. Una de esas voces que no necesitan micrófono para hacerse entender. Pero hasta las estatuas precisan respuesta:
-Peor éste s un colegio católico, de una confesión religiosa. Incluso hacen la primera comunión.
-No, este no es un colegio católico, dejó de serlo tiempo atrás, cuando las monjas dejamos de hablar con Cristo los chicos también dejaron de hacerlo. Nadie da lo que no tiene. Si no hablas con Dios no pues hablar de Dios. Es el mandamiento primero de la enseñanza.
Lucía intentaba abrirse paso en la espesura:
-Pero usted es la más anciana de la congregación y sigue vistiendo hábito talar. Bueno –matizó- aunque sea la única.
-Sí –respondió sor Jacinta-, hábito talar hasta los talones. Eso, y que me vean entra aquí, constituye mi forma de evangelizar. Este hábito es mi sudadera de marca, con el crucifijo en el pecho como logotipo.
-Pero se evangeliza hablando, no callando –advirtió Lucía, en un poco implícito reproche.
-No te creas: no me escucharían pero no pueden dejar de verme. Incluso se escandaliza con mi estampa antigua pero no pueden dejar de verme. Ese escándalo no tiene por qué ser malo. Te asombrarías de cómo se mueve el Espíritu Santo, de los niños y adolecentes que acuden a contarme sus reconcomios.
-¿El Espíritu Santo?
-Cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu d la veda que procede del Padre, el dará testimonio de mí, También vosotros daréis testimonio porque desde el principio estáis conmigo.
-Pues yo no doy testimonio de nada, Yo todavía estoy en el universo Abercrombie.
-No del todo. Has sentido el impulso de venir aquí para explicar lo que había ocurrido al único que podía entenderte. Te has confiado a él y de esta forma, "cuando venga el Espíritu de la Verdad os guiará hacia toda la verdad".
-¿Y yo que soy? ¿Un instrumento?
-Sí, y como buen instrumento, deja a Dios ser Dios.
-Pero algo podré poner de mi parte.
-Sí, puedes aprovecharte de la incoherencia de reinante en este colegio.
-¿De la incoherencia?
-Por supuesto. Tú lo has dicho: ¿acaso no es éste un colegio cristiano? Pues entonces comienza tus clases rezando con los chicos un padrenuestro o un avemaría. Eso no te lo puede impedir ni mi congregación. El resto, déjaselo al Espíritu Santo.
-¿Tan sencillo?
-Bueno, según lo mires. Cuando reces con los niños que te vean sonreír. A fin de cuentas, tienes motivos para ello. Recuerdo a una niña que entró un día en esta capilla abandonada. Le preguntó por qué rezaba y respondió algo parecido a esto: "Rezo porque los malos se vuelvan buenos y porque los buenos se vuelvan simpáticos".
-Y con eso…
-Con eso habrás vencido al 'abrepuertas' ese. ¿Acaso no ves que la sonrisa de todas esas pobres chicas-modelo no es sino una mueca forzada? Tus pobres alumnos están clamando por el consuelo de Dios.
-Pero ellos no lo saben.
-Pues tú eres la maestra encargada de sacudirles su modorra. Créenme, lo estás esperando. En su adolescencia ya temen la amarga tristeza del mundo.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com