Cuando ganó las elecciones hace poco más de un año, Mariano Rajoy era consciente de que la "herencia envenenada" recibida del anterior Gobierno socialista no se limitaba a la crisis económica.
Tenía dos derivaciones muy peligrosas, en la medida que atacaban los fundamentos del Estado. Una de ellas era la secuela de la negociación con ETA en el marco de una ambigua política antiterrorista que abrió el paso a la legalización de partidos respaldados por la banda.
La otra ha sido la escalada soberanista de los nacionalistas catalanes, impulsada por el propio Partido Socialista cuando formó parte del Gobierno tripartito y que encontró su punto de apoyo en el nuevo Estatuto negociado en la sombra por el propio Zapatero aunque desbordaba claramente la Constitución.
Estas herencias han estallado en el momento menos oportuno para un Gobierno que se ha visto obligado a dedicar toda su atención a reducir el déficit heredado con la adopción de las duras medidas exigidas por Bruselas y el sentido común, a pesar del desgaste que ello le supone, problemas agravados por la corrupción casi generalizada y el espionaje a partidos y personas.
Dada la gravedad de la situación creada, los principales partidos deben apelar a la grandeza de la política como servicio al bien común y abrir un paréntesis en sus legítimas discrepancias ideológicas para asumir solidariamente y sin fisuras la defensa de la unidad de España y del Estado de Derecho.
Xus D Madrid