Si hiciéramos una encuesta entre ateos y agnósticos varios, incluso entre dubitativos, llegaríamos a la conclusión que la razón de su increencia, en no menos del 99% de los casos es el dolor en el mundo. Es decir, si Dios existe, ¿cómo permite que ocurra lo que ocurre? Ya saben: Mi hijo ha muerto, Dios no existe. El dolor, esa es la clave de la increencia, al menos oficialmente, que en verdad puede haber otra razón, verbigracia, la comodidad.
Pues bien, hoy, Miércoles de Ceniza, hemos entrado en la Cuaresma.
Desconozco las razones pero es sabido que el común de los mortales asocia cuaresma con dolor corporal y aflicción espiritual, y, a estas alturas de mi vida, he decidido que hay dos cosas contras las que el hombre no puede luchar: el tópico y el prejuicio, encima grandes aliados. Por tanto, aceptémoslo : la Cuaresma es tiempo de dolor.
Ahora bien, negar el dolor es negar la libertad. Existe dolor porque el hombre es libre, y es el pecado el que introduce el mal en el mundo, especialmente el odio. Y encima los seres humanos formamos una raza, lo que supone que lo que hace uno de los especímenes repercute sobre todos los demás.
El sacrificio que se exige a los católicos es ingente: durante siete días al año, los viernes de Cuaresma más el miércoles de ceniza, no pueden comer carne, tradición que ejerce con gran entusiasmo todo aquel que sigue un régimen para estar más molón o, como se dice ahora, para sentirse cómodo. Lo de sentirse cómodo/a con uno mismo es fundamental. De esas siete jornadas, hay dos aún más asfixiantes. Se trata del comienzo y final de la cuarentena cuaresmal: el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, días en los que, además de abstinencia, se decreta ayuno. Pero no se crean que se trata de un ayuno a la islámica, no. Ya lo decía Chesterton, a quien, ya antes de convertirse, le gustaba la religión católica porque puedes hacer lo que te gusta: fumar, beber, enamorarte, engullir las afamadas salchichas británicas, etc. No, lo único que se pide a los católicos (al menos como consenso de obligado complemento) es que esos dos días desayunen y cenen algo menos de lo habitual, la comida más fuerte del día, en España el almuerzo, normal y corriente, con su buen vaso de vino , si es posible. Se me olvidaba, sólo para personas entre 18 y 65 años, y siempre que no esté enfermo, naturalmente.
Y se acabó. Como ven, el esfuerzo es ímprobo. El rigorismo de la Iglesia puede acabar con muchas vidas, psiques y juventudes. Terrible.
Pero lo más importante de la Cuaresma es el espíritu de penitencia, tan desagradable, que anuncia la clerecía para Cuaresma. Con sus voces gritonas, los curas no dejan de animar a la conversión y a la penitencia en estas fechas. Es decir, están promocionando el sentido de culpa, uno de los fenómenos más indeseables, que todos conocemos desde Freud hasta hoy. En cuántas películas y series de TV no habré visto esa punzante observación sobre los curas expendedores de culpa y torturadores de grandes y chicos.
Hasta aquel individuo apestoso, Pablo VI, advirtió que el pecado del siglo XX es la falta de sentido del pecado. Afortunadamente, se impuso el buen sentido, y hoy no hay intelectual o político que no afirme aquello tan bonito de yo no me arrepiento de nada, con lo que se imposibilita para mejorar, ciertamente, pero esa es una cuestión secundaria.
Sin embargo, los curas, erre que erre, siguen animando al personal a pasar por el confesionario, e incluso tienen la sinvergonzonería de afirmar que, tras una confesión, uno se encuentra mejor que nunca y más dueño de sí que nunca. Afirman que con el perdón llega la paz, lo que demuestra que la infamia, que es como Voltaire calificaba a la Iglesia, sigue presa de sus viejos demonios y de sus nuevas manías.
Claro que, ahora que lo pienso, a lo mejor tienen razón, porque para poder confesarse es necesario que haya curas metidos en el cajón, cosa que no siempre ocurre. Pero eso ya es otra historia.
Eulogio López