El concepto mismo de democracia, tal y como hoy lo entendemos, sólo ha podido desarrollarse dentro del pensamiento que conocemos como humanismo cristiano.

Sr. Director:

Ninguna religión, ninguna civilización o pensamiento político, llegó nunca tan lejos de como llega la palabra de Cristo en el amor y en el reconocimiento del prójimo, sea este de la condición que sea. Nadie propuso jamás que se amase incluso a quienes nos odian, y mucho más fácil que eso es, por supuesto, respetar a quienes simplemente discrepan ideológicamente de nosotros. Indudablemente, los cristianos, podemos ser los mejores demócratas.  

Por lo mismo, sólo una sociedad con raíces cristianas puede sustentar con facilidad un sistema político verdaderamente demócrata. ¿Cómo, por ejemplo, una sociedad mahometana  va a aceptar en igualdad el voto de una mujer, sí cree que una mujer vale justo la mitad de lo que vale un hombre? ¿Y cómo va a aceptar un musulmán el voto de un converso del Islam al cristianismo y aun menos el de un ateo, cuando muchos musulmanes no les reconocen ni tan siquiera el derecho a existir? Las democracias no funcionan en sociedades que se oponen a los principios éticos cristianos.

La democracia moderna, en gran medida heredera de la lógica cristiana, recoge esa maravillosa idea  de que todos somos iguales. Pero se olvida de la segunda parte: Todos somos iguales, porque todos somos hijos de Dios. Y aún más, también se olvida de profundizar en ella: Puesto que todos somos hijos de Dios, todos somos verdaderamente hermanos ¡y hemos de tratarnos como tales! Incluso por encima de las leyes humanas. Por eso los cristianos somos los demócratas más respetuosos, aunque no nos identifiquemos plenamente con el sistema.

Y es que los cristianos no podemos dar por buena la democracia liberal, porque aun partiendo en sus inicios del pensamiento cristiano, la democracia liberal ignora a Dios y erige al hombre, en una nueva revolución luciferina,  como única fuente de derecho.

Por ello los cristianos deberíamos haber intuido que la democracia liberal está condenada al desastre. Es como esperar ver engordar y madurar los frutos de un árbol, cuando le hemos cercenado sus raíces: sabemos con certeza que pasado un tiempo, los frutos se pudrirán sin llegar jamás a madurar. De igual manera, nuestras actuales sociedades democráticas producen frutos podridos: Aborto, eutanasia, desintegración familiar, individualismo atroz, degradación sexual, amoralidad pública, injusticia social, nihilismo incluso llevó al mismísimo populismo nazi al poder, en la que entonces era la más culta de todas las democracias europeas.

He aquí el problema: La democracia liberal, al prescindir de la fuente espiritual que le permitió nacer, es realmente un árbol sin raíces que da frutos podridos y lleva a nuestra sociedad a su autodestrucción. Los cristianos no deberíamos jamás, haber dado por buenas las actuales democracias liberales, porque sabemos que no están asentadas sobre roca.

Los cimientos morales de Occidente se encuentran en la fe cristiana y en el profundo respeto a la realidad humana que del mismo cristianismo se desprende. Occidente ha de asentarse sobre sus cimientos originales o se hundirá, porque de tanto negar nuestro origen cristiano, hemos llegado al absurdo de llegar a ignorar y a despreciar el Derecho Natural.   

Imaginemos que quisiéramos romper con todo lo que nos ata a nuestros padres, para ello deberíamos renegar hasta de nuestro propio ADN, lo que nos llevaría a nuestra propia aniquilación. Igualmente, al desvincular a Cristo de nuestra sociedad, hemos llegado a renegar de la esencia de lo humano y a atacar a la Ley Natural, una Ley tan primigenia que es reconocida, de forma innata, por cualquier ser humano de buena voluntad. Al hacerlo, hemos sentado las bases de nuestra propia autodestrucción social y así lo están percibiendo desde otras civilizaciones.

El hombre tiene una naturaleza y no puede, por más que lo quieran quienes defienden las teorías de género y semejantes, mutarla a su antojo. Por ello y prescindiendo de la cantidad de gente a la que esas teorías lleguen a convencer, las ingenierías sociales que niegan la realidad histórica y antropológica del ser humano, desvirtuando la realidad social y humana de la familia, tendrán consecuencias desastrosas para la civilización occidental.

En la medida que las democracias occidentales van alejándose de sus cimientos cristianos, pierden el sentido de la trascendencia que hasta entonces han mantenido y desplazan su interés hacia los egoísmos individuales, egoísmos que terminan por desembocar en una concepción nihilista de la vida. El nihilismo conlleva sinergias disgregadoras para la sociedad, ataca los vínculos familiares y desembocan inevitablemente en la desestructuración social que ya estamos padeciendo, también en el plano económico.

Las democracias occidentales deben de replantearse sus cimientos, si es  que queremos que nuestra civilización siga existiendo. Hemos de volver a nuestros orígenes y hemos de rectificar el tremendo error que ha permitido a nuestra civilización desviarse hasta el punto de legislar leyes que van en contra la propia naturaleza del ser humano.

El hombre está sometido a su naturaleza y no se puede legislar en contra de esta. Toda ley humana ha de estar subordinada a una ley primigenia o Ley Natural.

Debemos también de reconocer a Dios y de asumir que  no somos dueños de nuestras propias vidas pues, ni se nos consulta si queremos existir cuando somos concebidos, ni podemos evitar que nuestras vidas se extingan.

Así pues, la democracia liberal, que negándoselo a Dios, considera al individuo como fuente de toda soberanía  social, es una aberración que ningún cristiano debiera defender y que nos ha llevado, debido a la ignorancia de muchos y al engreimiento de otros, a monstruosidades como el aborto, la eutanasia, las teorías de género y, tarde o temprano, a los gobiernos populistas.

Pero si ese mismo sistema político reconociese a Dios como fuente de la que mana toda legitimidad, y como fuente del derecho a la Ley Natural o Divina, sí estaríamos empezando a tener un sistema político viable, pues ese reconocimiento impediría legislar contra-natura, fomentaría la trascendencia en la sociedad y cimentaría correctamente la  moral y los valores cristiano-occidentales. Aunque claro, ya no estaríamos hablando de democracia liberal, estaríamos hablando de una democracia confesional cristiana.  

Efrén Pablos García

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