Sr. Director:
Esto no pretende ser un análisis exhaustivo, o un estudio sociológico sobre el fenómeno (me cuesta llamarlo así) de los mileuristas, que para eso ya está Espido Freire, una joven y brillante escritora que paradójicamente se auto excluyó del tópico de su propia obra. ¡Bien por ella! Será una de las pocas elegidas retribuida según su valía en esta generación.
Es curioso cómo estamos viviendo esta etapa de la historia de España los jóvenes de hoy. ¿Qué nos pasa? Nos preguntamos cuando sacamos un poco la cabeza y nos vemos como grupo social. Ahora que hemos crecido y tomado conciencia del mundo y del lugar que ocupamos en él, es cuando nos damos cuenta de que nuestro caso personal y el de los que nos rodean no es el único. Se ve expresado constantemente en ese pensamiento que salta en cada conversación que tenemos: es que todo el mundo está igual. Ese todo el mundo, esa homogeneidad, no sólo abarca la parte mala: que estamos igual de frustrados, sentimos de la misma forma que hemos tirado 5, 6 o hasta 7 años de nuestra vida sacrificándonos para nada, que nunca llegará nuestra oportunidad, que nunca podremos disfrutar de unas condiciones de vida que creíamos que nos correspondían por posición social, esfuerzo, dedicación y valía. También es cierto que somos homogéneos en cuanto a una parte buena: todo el mundo está formado, somos críticos, analíticos, y tenemos capacidad de sacrificio. Ésta parece ser la única brizna de consuelo que nos queda; lo que tenemos entre las orejas, el pensar que si nos dieran la oportunidad daríamos la talla sobradamente. Sin poder evitarlo buscamos la razón por la que no hay sitio para nosotros. Le da a uno por divagar ¿Realmente no hay sitio, o es que acaso nos temen? estamos demasiado preparados para los puestos que no ofrecen ¿somos una amenaza para nuestros empleadores? Nos consuela inútilmente pensar que si. Es de alguna extraña manera gratificante cuando sentimos que podríamos hacerlo muy bien, y a la vez frustrante que nadie te dé la oportunidad de probarlo. No tenemos experiencia, pero es que nadie nos permite adquirirla de un modo digno, puesto que contratarte debería implicar el recibir una retribución acorde con el puesto, no trabajar gratis. Eso se denomina voluntariado y ya existe, pero no nos da de comer ni paga micropisos, ya sean en propiedad o alquiler, poca diferencia hay.
En una de las muchas entrevistas te preguntan por tu nivel de inglés, quieren hacerte una prueba de conversación y cuando empiezas a hablar en inglés, el propio entrevistador resulta tener menos nivel que tu, el candidato... ¿Recibimos acaso una penalización por pasarnos de listos en lo que se consideraba un estándar laboral?
Con todo y con eso gozamos de una extraña pasividad y resignación con respecto a lo que nos rodea.
Quizá tenga esto que ver con el complejo del joven preparado español. Muchos viven acomplejados por la repetición de situaciones que les hacen pensar que no se les retribuye porque no valen. Recordemos que aunque algo más instruidos seguimos siendo animales y como tal reaccionamos. Ante una serie consecutiva de estímulos, la reacción, pensar que no vales, te ronda una y otra vez la cabeza.
Una de las mejores maneras de probarse a uno mismo que sí que se vale y tomar cierta perspectiva en el punto de vista es salir al extranjero a trabajar, y ver cuánto cobra un joven profesional en otro país (incluso en términos relativos con respecto al coste de vida) y después mirar para casa. La respuesta entonces surge casi sin esfuerz No vuelvo.
Pero no es ésta la solución que anhelamos porque no queremos ser 5 millones de expatriados laborales. Queremos que el sistema nos dé una salida en nuestro propio país, pues sólo de esa forma se progresa como sociedad y se crece dentro de un mundo cada vez más competitivo.
Analizamos, valoramos, criticamos y queremos soluciones, hasta ahí va todo bien, pero ¿luchamos por nuestros deseos como colectivo? Si miramos la realidad, tendemos a percibirnos a nosotros mismos como un tenue quejido lastimero. Nuestras protestas no van más allá de la depresión y la pataleta. Y las respuestas que obtenemos del exterior son de dos tipos: Por un lado somos acallados inmediatamente con sentencias que se consideran verdades sociales: los jóvenes de ahora lo tenéis todo fácil, En mi época no había universidad, había que trabajar desde jovencito y ganarse uno el pan. Las de este tipo vienen a ser pronunciadas ligeramente por la generación anterior a nuestros padres. Y su razón tienen. En un ejercicio de empatía (porque los mileuristas también podemos mostrar empatía, repletos de virtudes estamos) reconocemos que antes las cosas eran difíciles, empezabas desde abajo, aprendías sobre la marcha a base de palos, no había títulos universitarios, y las cosas eran de otra manera, pero la mayoría de los miembros de esa generación ha criado familias enteras de hasta 4 y 5 hijos, han pagado su vivienda completamente, algunos hasta han comprado una segunda vivienda en la playa o la montaña. ¿Alguien imagina a un mileurista haciendo lo mismo? ¿Realmente es cierto que lo tenemos todo mucho más fácil? Desde nuestra perspectiva no se ve así.
La otra respuesta que obtenemos del exterior es el silencio. Suele venir de la generación anterior a la nuestra, nuestros progenitores.
Nuestros padres nos han animado desde pequeños a estudiar, a prepararnos, a luchar por ser los mejores, y nosotros hemos escuchado sus consejos, nos hemos esforzado pues al final había una recompensa. Ahora, ya preparados, preguntamos el porqué entre la exigencia y la demanda de socorro. Buscamos una explicación pero ellos, que son a nuestros ojos los que manejan la sociedad, los que deciden y pueden cambiar las cosas, no tienen respuesta. Y nos vemos inmersos en una desidia constante, acostumbrados ya a las decepciones propias y ajenas y a seguir intentándolo como autómatas.
Criticados ampliamente por nuestra indiferencia y hastío, hasta nosotros mismos nos sorprendemos pensando lo poco que nos importa la vida política, pues siempre creemos que está en manos de otros. Eso no va con nosotros, y nos quedamos tan anchos (o estrechos, según en qué postura nos encontremos en el salón del micropiso) Cataluña es ya una nación, y el País Vasco está en conflicto permanente, pero esos temas no van a hacer que dejemos de ser mileuristas. Entonces no me interesan...
La coyuntura económica tampoco ayuda, pues uno de nuestros objetivos principales, conseguir un salario mayor del que tenemos sería una bomba de relojería para los indicadores macroeconómicos del país (si, los mileuristas sabemos de macroeconomía).
A mayor renta disponible, mayor demanda interna, y por tanto mayor presión inflacionista, algo que claramente reduce la creación de empleo, situación que los mileuristas no queremos... Esta tensión inflacionista es difícilmente controlable pues los tipos de interés los fija el BCE, y sin ese mecanismo de freno, una economía basada en el sector servicios y en una construcción estrambóticamente imparable, debida a la inversión recibida, propiciada a su vez por la fragilidad que ha demostrado la bolsa en los últimos años, deja al país a la deriva en cuando a incrementos en el poder adquisitivo de todos los asalariados. ¿Alguna sugerencia? Es lo que seguramente pensaría el señor Solbes al leer este texto.
La solución, por tanto, no parece ser el incremento de los salarios como medida única, sino más bien rediseñar los mecanismos y la estructura del sistema económico, algo que, si ya parece ser complicadísimo a simple vista, se hace aún más complicado viendo el escaso activismo del que hacemos gala los mileuristas.
Buscar modelos económicos basándonos en el análisis de otros países puede ser de ayuda, pero solamente hasta cierto punto, pues la historia de un país y una cultura como la española, hacen un cri