Afirmar que hombres y mujeres no somos iguales genera escándalo público. La progresía mediática ya ha fusilado al amanecer al Cardenal Ratzinger por atreverse a realizar tal afirmación. Y es que sólo a este purpurado alemán se le ocurre meterse en semejante avispero. Con lo fácil que es hacer aseveraciones vagas, y pelillos a la mar.

Pues no señor. Llega Ratzinger y se dedica a meter el dedo en el anestesiado ojo postmoderno. Ya saben: "Todos somos iguales y la diferencia hombre y mujer, más allá de la diferencia biológica, no es sino un ‘constructo' social utilizado tradicionalmente por los varones para imponerse a las mujeres". Bajo esta óptica, nuestra naturaleza sexuada, no es sino un puro accidente biológico, fácilmente salvable a voluntad. No existen dos formas distintas de ver el mundo, sino dos construcciones sociales a través de las cuales se ha perpetuado el sometimiento de la mujer a lo largo de la historia.

En el fondo de esta estupidez descansa la revolución homosexual y la tradición marxista de la lucha de clases. El lobby gay defiende que el "género" es algo elegible. Eso sí, con cargo al contribuyente. Vaya usted aflojando la chequera para abonar los 30.000 euros del "capricho" del "rosa". Y conste que el término capricho está robado del que fuera ministro de Sanidad de la época felipista, Julián García Vargas. Se ruega al lobby gay que dirija sus furias hacia la fuente. Por cierto, que la transexualidad sigue figurando en la Clasificación Internacional de Enfermedades Mentales (CIE 10), elaborado por la ONU. Y la homosexualidad sigue siendo considerada un "estado morboso" causa suficiente de nulidad matrimonial, según el cuerpo de médicos forenses españoles.

Digo estupidez porque la realidad cotidiana nos demuestra la permanente diferencia entre hombres y mujeres. La naturaleza sexuada nos hace apreciar visiones diferentes de la misma realidad. Y eso nada tiene que ver con los "constructos" sociales y culturales. Como en el anuncio, el niño educado con muñecas termina por jugar al fútbol con la cabeza de la Nancy. Y no es que el niño sea un salvaje. Simplemente, es varón desde su origen. Sin "constructo" ni nada. Varón a secas.

Y la mujer que llora ante una contrariedad laboral no es una floja o una llorona, es una mujer. Sin construcción cultural ni nada que se le parezca. Sencillamente, es una mujer. Y por eso, las mujeres y los hombres vemos cosas distintas cuando entramos a un restaurante. ¿No es maravilloso? Creo que esta diferencia es la que hace divertida -y compleja- la convivencia.

Pero el axioma marxista sigue vigente en el subconsciente cultural. Abandonada la lucha de clases y la búsqueda de la justicia social, el marxismo ha enarbolado la batalla de la igualdad de sexos: varones explotadores frente a mujeres explotadas. Y, por eso, es tan importante la discriminación penal en materia de violencia de género. Eso a pesar de que el propio Instituto de la Mujer arroje cifras que apuntan a que la violencia del varón sobre la mujer supone tan sólo la mitad del total de la violencia doméstica.

Nunca dejes que la realidad arruine un buen reportaje ni que la verdad esconda tus conclusiones predeterminadas. La batalla es contra el varón. Aquí es donde De la Vega se encuentra más cómoda. El pueblo aplaude. Desde la óptica de la contradicción marxista, la mujer debe de superar la opresión de siglos. Debe recuperar el tiempo perdido y competir con el hombre por el poder.

Y en este entorno llega Ratzinger con su discurso del papel insustituible de la mujer en la vida familiar y social y las/los feministas que en el mundo son chirrían. Lejos de "atar a la mujer a la pata de la cama", el Cardenal Prefecto para la Doctrina de la Fe se refiere a la familia como sociedad primordial e incluso "soberana". Y más: Ratzinger aboga porque "las mujeres estén presentes en el mundo del trabajo y de la organización social, y que tengan acceso a puestos de responsabilidad que les ofrezcan la posibilidad de inspirar las políticas de las naciones y de promover soluciones innovadoras para los problemas económicos y sociales".

Un texto, sin duda, saltado por la progresía que prefirió fijarse en las dificultades descritas por el purpurado para conciliar la vida laboral y familiar y su llamada a que "las mujeres que libremente lo deseen podrán dedicar la totalidad de su tiempo al trabajo doméstico, sin ser estigmatizadas socialmente y penalizadas económicamente". Por lo demás, nada distinto a lo custodiado por el PSOE, que defendía una paga para el ama de casa.

Ratzinger toca la fibra sensible: No se trata de reformas jurídicas. O sea, la revolución no es la ley de conciliación entre la vida laboral y familiar, sino que la sociedad deje de llamar "maruja" a quien ha optado por dedicarse a la educación de sus hijos. Por lo demás, el Prefecto para la Doctrina de la Fe pidió también que no se castigue económicamente a quien opta por trabajar en casa. O sea, dardo en la línea de flotación al Ministro de Trabajo, Jesús Caldera, que da marcha atrás a la universalización de la mal llamada "paga de los 100 euros" para la madre con hijos menores de tres años. "Ahora no toca" responde el Ejecutivo. ¿Y la fidelidad a la palabra dada, don Jesús?

Por lo demás, "la carta a los obispos de la Iglesia católica sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y el mundo" sólo recuerda la gran novedad del Evangelio: es la concupiscencia de la carne, los ojos y la soberbia de la vida la que transforma el amor en egoísmo quebrando la igualdad, el respeto y el amor diseñados originalmente por Dios. Y es precisamente la fidelidad de Dios y el Amor de Cristo a la Iglesia lo que sana esta relación haciendo posible la fidelidad más allá del presente y permitiendo superar la "dureza" del corazón de la ley mosaica. O sea, que no es lo mismo que el amor esponsal descanse en el Amor firme y eterno a que esté sujeto a la intemperie. Es decir, Cristo que restaura la dignidad del hombre, rescata también la "utopía" del matrimonio indisoluble. Impresionante.

Luis Losada Pescador