Son cifras muy difíciles de conseguir, pero tampoco puede obtenerlas nadie más que la Organización Internacional del Trabajo (OIT), según la cual, uno de cada cinco asalariados tiene 90 céntimos de euro para alimentar a su familia, y más de 1.400 millones de trabajadores viven con menos de 2 euros al día. Es cierto que el informe se refiere a la economía oficial, es decir, aquella de la que se poseen cifras, y que deja a un lado la economía sumergida, en la que malvive buena parte de la población, pero no sé si este matiz mitiga el problema o lo agrava. Así, no es de extrañar que el hambre mate cada año a cinco millones se niños en el mundo, mientras el consumo se muestra imparable en Occidente.

Es evidente que en el siglo XXI debe replantarse la aplicación de la justicia social en un universo global. Por de pronto, la reivindicación laboral más importante no puede ser el empleo, sino el salario, no puede ser la seguridad en el empleo, sino unas condiciones laborales dignas. En todo el mundo se está compitiendo por salarios. Los países pobres anhelan que las empresas se deslocalicen, y éstas anhelan deslocalizarse para producir en el Tercer Mundo con salarios de miseria pero que resultan maravillosos para quienes cobran esas cantidades ridículas. Sin embargo, los sindicatos europeos parecen no darse cuenta del cambio y siguen insistiendo en el no a la flexibilidad laboral y en las prestaciones públicas, al tiempo que aceptan de forma borreguil la moderación salarial que les venden los Gobiernos, de centro izquierda y de centro derecha, así como los empresarios.

El segundo foco de injusticia manifiesta viene a renglón seguido. Si se cobran salarios bajos en los países pobres, ¿cómo es posible que no logren colocar sus productos en Occidente, especialmente agrícolas, y más en un mercado abierto? Pues, muy sencillo, porque el mundo rico ha descubierto un nuevo tipo de aranceles y una nueva especie de contingentes: las subvenciones públicas. El último Premio Rey Juan Carlos de Economía, Xavier Sal i Martín, considera que las dos políticas más nefastas del siglo XX son la Política Agrícola Común (PAC) de la Unión Europa y su gemela, la Farm Bill norteamericana. Tiene toda la razón.

Así que la derecha clásica tiene toda la razón cuando pide flexibilidad, aunque no la tiene, lo que se dice ninguna, cuando exige moderación salarial. Y la izquierda sigue patinando en su lucha por una tonta rigidez laboral pero aceptando la moderación salarial y el argumento de los poderosos: la inflación es muy negativa para los pobres, como si los salarios fueran los únicos causantes de la inflación.

Hay que revisar la cuestión social al grito de salarios dignos.

Eulogio López