Para una persona educada en los valores democráticos del respeto a la opinión de los demás, la blasfemia es algo inadmisible.
Quien carece de respeto a los sentimientos ajenos es un demócrata de pacotilla. El injuriar el nombre de Dios, de la Virgen o de los Santos, descalifica a quien se precie de demócrata y nada digamos de cristiano.
Ahora bien, hay una manera mucho más solapada y peor que la blasfemia y es la indiferencia gélida, constante y pública de los que prescinden radicalmente en sus vidas de cualquier relación con el Ser Supremo.
El blasfemo arremete en su ignorancia y vesania contra la imagen distorsionada que tiene del verdadero Dios, atribuyéndole ser el causante del mal existente, que no comprende. Dentro de su equivocado proceder, al menos cuenta con la existencia de Aquel, a quien acuda quizás más tarde, arrepentido. No así el radical indiferente, asimilado al ateo confeso, que permanece hasta el final de su vida, ajeno a la realidad trascendente.
Rechacemos al blasfemo, pero compadezcamos no menos al ateo práctico indiferente.
Miguel Rivilla San Martín