Monseñor Philip Egan, obispo inglés de la diócesis de Portsmouth, ha escandalizado a su país al decir que el "matrimonio" gay del gobierno (aprobado por el gobierno) es el resultado inevitable de las revoluciones sexuales de los años sesenta.
Y es que la revolución sexual de los sesenta buscó la libertad máxima, el quitarse las cadenas, el olvidar la moral por ser considerada una atadura. Como suele pasar, las aberraciones ocurren por un mal concepto de algo bueno.
Decir que la moral es una atadura es no tener ni idea de lo que es la moral. Es como decir que los semáforos coartan la libertad porque no te permiten pasar cuando están en rojo.
Si la libertad absoluta es poder tener relaciones sexuales sin compromiso, eliminar de raíz las consecuencias y modificar la realidad al antojo del sujeto en cuestión... es probable que el concepto esté ligeramente deformado. Pero vamos, no hace falta irse muy lejos. Con solo ver la estabilidad corriente de las familias actuales se aprecian las consecuencias de la revolución sexual.
Yo te quiero pero no me comprometo, me gustas pero solo para un rato, quiero placer pero no responsabilidades, sexo pero no amor. Así es imposible formar una familia. Las leyes que van contra el derecho natural tienen sus consecuencias y no siempre existe vuelta atrás.
Monseñor Egan no se queda con la denuncia, propone como solución a estos cambios la intensificación en la formación de los católicos para poder adaptarse a las situaciones y poder ayudar a los que están más perdidos. Quizás eso es algo de lo que los católicos deberíamos examinarnos: nuestra formación en relación con nuestra vida. Puse vuelve a cumplir aquello que sentía con frecuencia en mis años jóvenes "Quien no vive como piensa acaba pensando conforme vive".
Lluis Esquena Romaguera