Es triste decirlo, pero existe en España un partido, el PP, y un conjunto de medios informativos y de líderes de opinión que están empeñados en llevar a muchos españoles, especialmente a los cristianos, hacia el fascismo. Desgraciadamente, algunos de esos cristianos están colaborando, sin duda de buena fe, en ese empeño.
La verdad es que la palabra fascismo está tan devaluada como la de libertad o amor (las palabras, no sus significados). Fascista, al igual que machista, no es más que un insulto, mientras no lo son sus contrarios, comunista o feminista. Pero sí creo que estoy empleando el término correcto.
¿Cómo se consigue esta aberración? Pues, muy sencillo: a costa de anteponer la unidad de España (que, de suyo, considero algo bueno y conveniente, pero no un bien fundamental) y de elevar esa unidad y la consiguiente (¿consiguiente?) persecución de los pesadísimos nacionalismos periféricos a la categoría de principio moral y, aún más grave, de principio católico.
El periodo pre-electoral que vivimos está dominado hasta la náusea por la cuestión nacionalista y por el antinacionalismo, en este caso (me temo que sí, que hay que hablar de ello) del españolismo o patriotismo español. ¿Y por qué hablo de fascismo? Porque yo no creo que el fascismo sea la dictadura de las clases medias. En tal caso, la dictadura de las clases medias no sería la causa del fascismo sino su consecuencia, pero no olvidemos que el ejemplo más duro de fascismo, el nazismo, estuvo dirigido por socialistas de izquierda. El mismo Goebbels disfrutaba cuando las bombardeos aliados destruían las propiedades de los plutócratas alemanas: nazi significa nacional-socialista. Y sí, en verdad, los orígenes del nazismo hitleriano tuvieron mucho de proletarios.
No, lo que ha caracterizado muchos de los fascismos es una desbordada pasión por la patria o por la nación (insisto en que no quiero entrar ahora en la distinción entre ambos términos, que acepto son cosas distintas), entendida no como escenario donde practicar el bien común, como hogar de una colectividad, sino como orgullo de superioridad (o sea, como los nacionalistas); no como ciudadanía, sino como imperialismo. Pero, sobre todo, casi todos los fascismos, también el fascismo italiano, tuvieron mucho de ateismo pagano. Era, en efecto, el hombre que había dejado de creer en Dios, pero creía en su nación, en su patria, en su Estado.
Con el fascismo ocurre lo mismo que con el feminismo. Para muchas mujeres, la igualdad de derechos con el varón (de suyo bonísimo) se ha convertido en un dogma feminista, de tal forma que, por ejemplo, su fe sólo es útil si sirve para conseguir esa igualdad de derechos, cuando no la supremacía de género.
Más ejemplos, cierto día, la presidenta de la Comunión Tradicionalista y Carlista (CTC), María Cuervo-Arango, me aclaró el lema tradicionalista de "Dios, Patria, Fueros, Rey": Sí, creemos en ese lema, pero por ese orden. Pues eso: si la patria, o la nación, se sitúan por encima de las convicciones morales, que al final emanan de Dios, entonces se está deificando a la nación o a la patria, y eso se llama fascismo.
Recuerden cuando el entonces "lehendakari" Ardanza reaccionaba ante la prensa por el nombramiento de Luis Blázquez como Obispo de Bilbao. Ardanza manifestaba que a lo mejor no quedaba un vasco con fe, tras tan antinacionalista decisión. Otra vez Dios como instrumento y un objetivo político, por muy noble que sea, como fin.
Además, no se equivoquen los católicos españoles. Al Partido Popular le interesa ahora vender patriotismo porque le resulta rentable electoralmente. Los mariposeos del PSOE de Rodríguez Zapatero (que en este punto no se parecen en nada al de Felipe González) han convencido a Aznar y Rajoy de que deben encender la mecha del enfrentamiento nacional: nosotros –viene a decir- somos los únicos que defendemos la unidad de España, así que ya lo sabéis, tenéis que dejarnos que en cualquier otra materia, por ejemplo en lo referente a la familia y la defensa de la vida, hagamos de nuestra capa un sayo, porque, de otro modo, vendrá el chiflado de Zapatero, que, además, es gafe, y tendremos, no una España roja, sino una España rota.
El planteamiento es falso, naturalmente. En primer lugar, porque el gran enemigo de la unidad de España no es el PNV ni CiU, ni tampoco Carod-Rovira. Los nacionalismos exacerbados no son más que un puñado de sentimientos incontrolados, a los que les queda una generación de vida, salvo que alguien, por ejemplo el PP, continúe soplando en la hoguera. No, el verdadero enemigo de la unidad de España (y de Francia, Alemania o cualquier otro país) son las unidades supra nacionales en las que se está repartiendo el mundo. En definitiva, los nacionalistas vascos, especialmente borregos, afirman que ellos quieren Bilbao y Bruselas sin pasar por Madrid. Por bien, todo patriota español debería querer Bilbao y Madrid sin pasar por Bruselas, porque Bruselas es su verdadero enemigo.
En este caldo de cultivo irrumpe en escena doña Letizia Ortiz Rocasolano. Todas las sombras que tanto disgustan a los cristianos españoles (y a muchos no cristianos) las resuelven quienes ostentan el poder con el mismo argumento: hay que tragar todo lo tragable, porque la Monarquía representa la unidad de España, frente a los nacionalismos excluyentes. Por eso, estamos asistiendo a la resurrección de la autocensura en los medios de comunicación españoles, espectáculo divertidísimo, donde los cronistas de la Regia Casa se refieren al romance don Felipe-doña Letizia con un metalenguaje, en el que todas las dudas se expresan soterradamente, bajo un manto de aceptación popular de la futura reina (y del futuro Rey, que tampoco goza de una especial popularidad).
Pues bien, no es la Monarquía el garante de la unidad. Ninguna Monarquía ha garantizado la unidad de un país, nunca jamás. Lo que garantiza la unidad de un colectivo humano es la adhesión de la mayoría de sus miembros a los principios que dieron origen a ese país. En el caso de España, fue el Cristianismo el que mantuvo la unidad de la patria, porque fue el Cristianismo, en lucha con el Islam, quien forjó este Estado, plurinacional o no. En consecuencia, el abandono es esos principios cristianos sí que puede romper España. Los Reyes Católicos, tan denostados hoy, no suspiraban por una España unida, sino por una España cristiana. El testamento de Isabel la Católica no habla tampoco de una América unida, ni de un imperio iberoamericano, sino de una hispanidad cristiana, y por eso exige respeto a los indígenas, porque, argumenta la Católica, son hijos de Dios, tan hijos como los españoles (si sería reaccionaria, la individua, que hablaba de filiación divina. No sé donde vamos a parar...).
Por eso, sería de desear que los católicos no acudiéramos al cebo del Partido Popular y de todo su aparato mediático. Los católicos no tienen nada que ganar en este asomo de fascismo, y recuerden que el fascismo siempre ha sido enemigo de la Iglesia.
El único que gana con toda esta puesta en escena es el Partido Popular.
Eulogio López