(Mt 1, 1-25)
-¡No has perdido el tiempo, amigo!
José pertenecía a ese tipo de jóvenes de los que el vulgo asegura que carecen de reflejos cuando lo que ocurre es que no tienen prisa por tener razón. Créanme: este tipo de ejemplares no abunda pero existir, existen. Jóvenes, y viejos, extraños que prefieren concluir a vencer.
Desde Abraham, padre de los hebreos -2.000 años atrás, según algunos, otros los ampliaban hasta 3.000- llevaban los judíos en debate permanente con los otros pueblos, una isla en el océano del orbe, lo que les había convertido en los raritos del Imperio romano. Se distinguían de otros Estados, o tribus, más numerosos, más poderosos y mejor organizados, en su férrea convicción de que el hombre podía conocer la verdad. Los más osados, incluso extendían esta capacidad a la mujer, no muchos, ciertamente.
En el colmo de la originalidad, aquellos semitas no concebían dioses visibles y con sorprendentes pasiones humanas –algunos de ellos unos verdaderos sinvergüenzas- sino un solo Dios invisible y misericordioso y, en la frontera del absurdo, padre del hombre. Los judíos eran unos tipos francamente extraños.
Así, ocurría que el resto del mundo les consideraba una tribu pintoresca, mitad mezquina, mitad prepotente, orgullosa de su poquedad, ensoberbecida en su nimiedad, vana en sus pretensiones. Apenas tenían donde caerse muertos y pretendían enseñar a los demás el sentido de la vida.
-¡No, no has perdido el tiempo, amigo! –aseguró Benjamín, con el firme propósito de que se le oyera desde el otro lado de la Galilea. El resto de la pandilla de jóvenes, reunidos aquella tarde de viernes en la plaza, rió con ganas la gracia, lo que demostraba que todo Nazaret estaba enterado. La ironía de Benjamín lo convertía en hecho notorio y lo certificaba como noticia cierta, entre las sonrisas maliciosas de la concurrencia: "¡Vaya con el modosito José"!, exclamó una anciana, recordando el viejo adagio judío: "la boca de una vieja es como una tormenta en el desierto".
-No te avergüences –prosiguió Benjamín, ante el estupor de José-. Nadie puede reprocharte nada. Ya estáis desposados, así que todo está en regla –y abrió los brazos como para contener las risas de sus compañeros. Luego concluyó:
-Con la ley estás en orden, José –afirmación coreada con nuevas carcajadas del respetable público.
Un arrebato de ira inundó a José. Le costó arrancar, pues estaba paralizado por el ambiente y por la sorpresa. Él, siempre empeñado en pasar oculto, se encontraba ahora en el proscenio, objeto de las miradas y los comentarios, naturalmente maliciosos, de todos sus convecinos.
Además, no entendía nada. Por fin, consiguió reemprender la marcha. Se alejó de la plaza y entró por una calle angosta que llevaba hasta la casa de Miriam. La película se dibujó en su mente y se le clavó en las entrañas. Sí, era cierto aquella triste malicia de que el último en enterarse siempre es el esposo.
Apenas entró en casa de su desposada con la que, según costumbre, aún no convivía en el mismo hogar, se encontró a Miriam atareada en preparar su inconsciente viaje a las montañas de Judea. José no podía pararse a saludar:
-Miriam, ¿estás embarazada?
La muchacha le miró con aquella serenidad que tanto le agradaba pero que, en aquella ocasión, le pareció insultante. Era como si estuviera esperando la pregunta y, sin embargo, no tuviera la menor intención de responder. Entonces, ¿por qué sonreía?
José estaba dispuesto a esperar todo el día y toda la noche, la noche del Sabbat. Miriam no mostraba ni sentimiento de culpa ni irritación ante la posible calumnia. Sencillamente respondió:
-Sí.
Y lo peor, pensó José, es que ni tan siquiera parecía turbada.
Tras el monosílabo, se quedó mirando a su esposa como si estuviera hipnotizado por una serpiente del desierto. Sentía ganas de gritar o de golpear la puerta pero se sintió sin fuerzas, como un perro apaleado, como un pelele asustado. Se quedó mirando a la mujer con la que había acordado convivir sin cohabitar, no por él, sino porque Miriam le había dejado claro desde el primer momento que había consagrado su virginidad a Dios. Y ahora, resulta que esperaba un hijo.
Podía haber preguntado quién era el padre pero comprendió que no le importaba saberlo. Todo había acabado y cuando algo termina lo mejor es no mirar atrás. José recordó la tarde en que Miriam le explicó su voto de consagración a Yavhé. Fue un golpe sí, pues pretendía tener descendencia -¿acaso no descendía del mismísimo Rey David?- pero su amor por Miriam estaba incluso por encima de su deseo natural de perpetuarse. Viviría la castidad perfecta y así podría amarla aun más, con el ánimo de quien no pide nada a cambio, ni lo que constituye el derecho natural de cualquier esposo.
No podía existir otra mujer con más virtudes que Miriam en todo Israel. Por ella, hasta el anhelo de un sucesor podía mitigarse. Y ahora resultaba que había incumplido su propio voto de virginidad e incurrido en infidelidad manifiesta. Y eso que el voto de mi Señora Miriam era secreto: sólo él lo conocía. José pensó que su vida y su mundo se desmoronaban, todo al mismo tiempo.
En el entretanto, le seguía observando con aquella mirada inquisitiva, como si la juez fuera ella y el acusado él. Su expresión era dulce e interrogativa a un tiempo. Era como si Miriam le exigiera que aprobara lo que había hecho y como si le estuviera desilusionando por no hacerlo, ahora, de inmediato, justo después del golpe. No cabía mayor humillación. Al final, José se arrancó:
-¿No vas a explicarme nada, Miriam?
-Nada puedo decirte, José.
Entonces la ira se transformó en algo peor, en puro rencor. José era conocido en Nazaret como 'el hombre tranquilo' porque era de los que lograba pensar en esos momentos de tensión, en los que hasta el más templado de dejan llevar por sus instintos. Y es proverbial que los hombres tranquilos se muestran los más firmes en sus decisiones. Por algo se toman su tiempo antes de decidir. Así que le dio la espalda y se marchó.
Eligió el camino menos frecuentado para regresar a su casa. Atravesó la aldea deprisa. No quería que nadie pudiera leer sus pensamientos. Necesitaba soledad, silencio, y hasta tinieblas, para poder pensar.
Pero mientras deambulaba por las callejas ya tenía claro lo que debía hacer: debía repudiar a Miriam en secreto. La menor sospecha de infidelidad tras los esponsales supondría el destierro de su esposa… o algo peor. Eso sí, quedaba el otro. Porque había otro. José rebuscó en su memoria para encontrar aquellas crónicas rurales, donde el padre biológico, en lugar de ocultar la canallada, blasonaba de su hazaña y convertía a la mancillada en candidata a la lapidación. No había muchos fanáticos en Nazaret pero bastaría uno solo para que la infamia de Miriam se extendiera hasta Cafarnaúm, como un incendio incontrolable o para provocar una algarada que acabara en homicidio.
La imaginación, siempre tramposa, le sorprendió huyendo con Miriam para salvarla. Tal era el cariño eu sentía por su desposada. Jerusalén sería la meta. En una gran ciudad, Miriam podría ocultar su gravidez. Luego, cuando el niño creciera, la repudiaría, entonces, ya no en secreto, sino a la luz del día, se marcharía lejos, al mundo exterior, con los gentiles. Un buen artesano como él podría salir adelante. Y si a los ojos de su familia y de la de familia de Miriam quedaba como un canalla, bueno, la verdad es que ahora mismo eso era lo que menos le importaba. Sería el último favor a Miriam de un amante traicionado: que el malo de la historia fuera él.
Ahora bien, ¿por qué Miriam estaba preparando su famoso viaje? Antes del susto se suponía que acudía a socorrer a su prima Isabel. ¡Claro, eso era lo que pretendía: huir de su vergüenza para refugiarse en casa de sus parientes, en las montañas de Judea! Allí podría mantener aquel artificio mezquino. Al esposo de Isabel, Zacarías, sacerdote del Templo, podría mostrarle su preñez y aunque el piadoso anciano seguramente no daría saltos de alegría, tampoco armaría un escándalo. Con la ley, Miriam estaba en orden y a los clérigos les importaba, ante todo, la ley. Una desposada embarazada no era censurable pero tampoco elogiable. Eso sí, Zacarías se extrañaría, e Isabel también, de que Miriam hubiera quedado encinta con la premura de quien no sabe controlar sus pasiones. Esa circunstancia no parecía casar con mi Señora Miriam. Ni de lejos. No parecía propio de Miriam, a quien todos consideraban un modelo de conducta, haberse precipitado.
Sí, le ayudaría. Sacaría a Miriam de los colmillos de Nazaret y le ayudaría a sobrellevar su ignominia y su vergüenza. La repudiaría en secreto, su último regalo a la persona que más había amado en el este mundo. José se acordó de lo estúpido que había sido hasta aquel gran chasco, cuando no dejaba de repetir: "Primero Yavhé, luego Miriam".
José concluyó que había aclarado sus ideas, para reconocer, a renglón seguido, que no había aclarado nada. Suele pasar ¿Miriam infiel? Le costaba creerlo. Sin embargo, aquella confesión, aquella mirada hierática, como si, en lugar de justificarse aguardara, encima, solidaridad por parte de su esposo… ¡Era el colmo de la desfachatez!
José atravesó el patio de su casa, aquel hogar donde iba a conducir a su mujer en apenas unos días. Y vaya si tendría que conducirla, un artificio siniestro, donde le tocaría jugar el triste papel de idiota burlado y sonriente.
Cuando penetró en la vivienda de adobe se derrumbó sobre la paja destinada a tálamo. Apenas unos segundos después comenzó a sufrir violentas convulsiones. No podía reprimir el llanto, que ya no era producto del rencor sino amargura en estado puro. La angustia le dificultaba la respiración y los espasmos eran tan fuertes que su cuerpo se levantaba unos centímetros en el aire y volvía a caer sobre la paja. Parecía como si se le fueran a estallar las entrañas. Una tos irreprimible terminó por derribarle, boca abajó y, al final, vomitó, como si el último pedúnculo que le unía a la vida se hubiera desgajado. Luego, el silencio.
Fue entonces cuando, con el rostro apretado contra el jergón, José experimentó la inequívoca sensación de estar siendo observado. Se volvió y dio un respingo. Era un hombre valiente pero el personaje que tenía delante atemorizaba al más pintado. Superaba los seis codos de estatura y su envergadura impresionaba. José pensó en aquellos gigantes de los tiempos antiguos, la etapa oscura, que nadie había logrado ver jamás. Aunque los gigantes de las viejas historias deberían tener cara de estúpidos, mientras aquel personaje mostraba un semblante sereno y lúcido, un rostro del que nadie espera un disparate y que inspiraba un respeto reverencial.
Amedrentado como estaba ante aquel ser formidable, José, siempre dispuesto a afrontar la realidad, estaba a punto de exhalar el "¿quién eres?", o mejor, "¿qué quieres", cuando el gigante, sin detenerse a saludar, le espetó:
-José, Hijo de David. No temas recibir en Casa a Miriam, tu esposa. Pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo.
¡El Espíritu Santo! Seguramente el espíritu de Yavhé, objeto de sus desvelos, el gran desconocido.
El asombro le hacía lento de entendederas pero, aún así, la mente de José iba masticando las palabras. El inmenso personaje, a pesar de su hablar pausado, no parecía tener tiempo que perder:
-…Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Yeshua, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.
Bonito panorama. El personaje no daba explicaciones, impartía órdenes. ¿Qué significaba "salvará a su pueblo"? Yeshua, en su lengua aramea, significaba "Yahveh es salvación". Por eso, había que ponerle por nombre Jesús. Es decir, que aquel personaje, uno de mis mariscales, a quien debo obediencia, estaba hablando del Mesías. Ni más ni menos.
Bonito panorama. Él, el infamado, escuchando a un gigantón. Al parecer, sólo estaba allí para escuchar y obedecer. Por cierto, ¿había escuchado realmente las palabras del gigante o se trataba de un pensamiento suyo, producto de la angustia? ¿Quizás se estaba convirtiendo en un lunático.
-Todo esto ha ocurrido para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del profeta: he aquí que la Virgen concebirá y dará a luz a un hijo, a quien llamarán Emmanuel, que significa Dios con nosotros.
José, a pesar de su ascendencia regia, se consideraba un artesano. Trabajaba con las manos, aunque, como piadoso israelita, algo supiera sobre las escrituras sagradas. Enseguida identificó aquellos versículos, pronunciados por vez primera 700 años antes, por el profeta Isaías. Parecía como si el gigante se supiera de memoria los viejos códices.
Y entonces fue, cuando, con el personaje horadando su corazón con su mirada de noble publicano -¿Era posible un publicano noble?-, José recibió el latigazo de la verdad. Estaba clarísimo: aquello encajaba como anillo al dedo con el voto de virginidad que Miriam había profesado. Pero, sobre todo, encajaba con Miriam. Isaías lo había predicho y la profecía se consumaba en su matrimonio. Extraño pero lógico, inadmisible pero cierto, increíble pero razonable, demoledor pero sensato.
En aquel momento sublime su cabeza empezó a divagar. En una décima de segundo, José comprendió, más allá de su angustia, que memorizar no significa aprehender, que aprehender no significa comprender y que la comprensión ni tan siquiera implica certeza. La certeza es otra cosa: si me preguntan lo que es, no lo sé; si no me lo preguntan, sí que lo sé. La certeza procede del corazón del hombre y hasta que el corazón no asiente, de nada valen todos los argumentos de un filósofo puestos en fila india.
Y había algo más: el gigante le otorgaba a él, a José, la potestad de ponerle nombre a su hijo, aunque éste debía ser el de Jesús.
Vamos, que en la amargura no había entendido nada, y ahora, abierta la puerta de salida, lo comprendía todo. Era el corazón quien ratificaba la certeza de las palabras del gigante.
Entonces despertó. Se encontraba solo, tumbado en el camastro. Sólo que no le ocurría lo que en otros sueños: la visión no se difuminaba con la alborada.
José se sentó y empezó a recordar. A recordar y a comprender. Primera pregunta: ¿Se había tratado de un sueño? Sí claro, la amanecida de aquel sábado radiante así lo demostraba, pero aquella respuesta enlazaba con la segunda cuestión: ¿Era cierto el sueño?
Y esto era lo más curioso, porque José, uno de los hebreos menos aficionado a los sueños, tenía la inequívoca sensación de que el sueño era real -¿qué significa un sueño real?- y, sobre todo, la certeza de que era cierto el contenido que le había sido trasmitido, que el hijo de Miriam no era producto de un adulterio miserable sino del único proceso del cual el hombre puede enorgullecerse sin haber hecho mérito alguno: el proceso de creación, o decisión del Creador, que no necesita de la criatura pero ha deseado su existencia como efusión de su amor. Un ser nacido pero increado, producto de la decisión de Dios y del asentimiento libre de una joven hebrea.
Sí, aquel mensaje le había sido transmitido por un ángel, no había la menor posibilidad de error, toda duda resultaba ridícula. Y a él le había encargado el papel de padre y esposo adoptivo, Ante los hombres, José sería el sustento y el protector de Miriam y de su Hijo. Y como aquel joven artesano no tenía necesidad de convencer a nadie ni de demostrar nada, salvo evitar un escándalo en la entrada del Creador en el mundo, encarnación divina, José se aplicó a la tarea.
Es la energía ingenua pero irresistible de los sueños. Se imponen como verdades irrefutables pero no demostrables, inequívocas. Con sus elementos grotescos e insensatos todo debería llevarnos a dudar hasta de su existencia pero ni por un momento se nos ocurre cuestionar su mensaje. José estaba ahora seguro de algo tan majadero para el común de los hebreos como esto: su esposa había concebido del mismo Espíritu de Dios. ¡Cuántas veces había pensado en ese espíritu divino! Las escrituras sagradas no eran muy claras al respecto. Hablaban del mismo Yavhé, de un fantasma, o de un ser distinto al Sumo Hacedor, pero sólo había un ser Creador, no dos. Pues bien, podía sonar a chiste blasfemo pero ahora resultaba que aquella criatura, aquel Espíritu de Dios, era el padre del niño que su esposa daría a luz.
Los sueños retan a la ciencia y al arte: a la ciencia porque rehúsan ser analizados; al arte porque en ellos la armonía surge, no del desorden, pero sí de lo indemostrable, como la belleza. Nunca como aquella mañana de sábado José estuvo tan seguro de que le había tocado en suerte un papel tan principal como discreto en la historia de la Salvación, es decir, en la historia del mundo.
No había un minuto que perder, porque José no confiaba demasiado en su memoria. Necesitaba recordar las palabras del ángel gigante. Había que pensar lo escuchado y, para ello, nada mejor que padalearlo.
Otra cuestión: ¿por qué le habían escogido a él? Entre los judíos, pocos podían presumir de descender del mismísimo Rey David. Entre ellos, José, un carpintero de un pequeño pueblo que vivía en una minúscula aldea. Pero todo encajaba como de molde en el plan divino: la maravillosa lealtad de María, su papel en la historia y la salvación entero de la humanidad, tumbada por el pecado. Dios, como siempre, elegía la poquedad para mostrar su inmensidad.
Y también comprendió otra cosa: comprendió por qué Miriam era distinta a todas las demás, superior a todos los demás. Eso lo supo siempre, pero, hay que ser tonto, él lo había atribuido a su enamoramiento.
Daba gusto concluir con aquella celeridad. Su papel era el de protector de Miriam y responsable del buen nombre del Mesías, que por nada del mundo podía resultar hijo de fornicación ni tampoco parecerlo a los ojos de las lenguas bífidas, para que las almas viperinas se dieran el festín. Considerando que cada nazareno sólo poseía una lengua y un alma tampoco sumarían muchos enemigos pero sí los suficientes para destrozar a la madre del Redentor. Sí, José sería el bastión contra la calumnia y el deshonor.
Entonces fue cuando le entró el canguelo. Él, artesano de aldea, llamado a convertirse en el protector del Mesías y de su Madre. Caramba: una cosa es que desciendas del Rey David y otra que la rama pobre de la dinastía se convierta en el escudero del Rey de Reyes. Sin temor a incurrir en blasfemia, José sentenció: "Señor, eres un bromista, un jocundo que se divierte jugando con los hombres. Tú sabrás lo que haces y tú me guiarás". José había aprendido a confiar en Dios. Ese era el secreto de la existencia. O el doble secreto: gratitud y abandono.
Lugo salió de casa, echó a correr por las calles aún desiertas de Nazaret y entró como un torbellino en casa de mi Señora Miriam, quien parecía estar esperándole:
-Perdóname, Miriam.
-Ya lo había hecho –respondió la aludida.
-Debemos hacer, cuanto antes, el traslado a mi casa. No agotaremos el año entre los esponsales y el inicio de nuestra convivencia. Tranquila, ya sé cómo ha de ser esa convivencia. Y será formidable. Te amaré como ningún esposo ha amado a su desposada y le amaré como ningún padre ha amado a su hijo. Me lo ha dicho un ser mayúsculo.
-Sí, le conozco: meses atrás pasó por aquí. Su nombre es Gabriel.
¡Caramba con el gigante Gabriel!
-Pues me pongo manos a la obra.
-Sí, pero antes, José, yo debo visitar a mi prima Isabel. Su esposo Zacarías, fue otro de los visitados por el… gigante. Isabel va a tener un hijo antes que yo, y ese hijo tendrá mucho que ver con el nuestro.
-Con el tuyo.
-No, con el nuestro. El Hijo de Dios es tu hijo. Tú no lo sabes, pero acabas de ser nombrado el varón más importante de la humanidad, José. La paternidad algo tiene que ver con nuestro cuerpo pero, sobre todo, con nuestro espíritu. Y tú vas a ser el padre, espiritual del Hijo de Dios.
Lo dijo sin aspaviento alguno, convirtiendo lo extraordinario en ordinario, lo sobrenatural en natural. A fin de cuentas, no otra cosa era lo que estaba sucediendo.
Y como en las viejas consejas, la aventura no terminó ahí. De hecho, acababa de empezar.
Eulogio López
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