Ha costado pero, al final, lo hemos conseguido. La interpretación general de la crisis ha pasado de los efectos a las causas, que es lo suyo: ya no se habla de crisis hipotecaria, ni de crisis crediticia, sino de hipotecas-basura. Desgraciadamente, no se ha llegado al concepto más riguroso, que sería el de crisis especulativa o provocada por los especuladores, porque el Sistema se cuida mucho de culparse a sí mismo, pero eso queda ya para los historiadores. Por ahora, nos conformamos con haber aclarado, no es poco, que el problema no son una serie de norteamericanos que pidieron un crédito para comprarse una casa, sino una serie de sinvergüenzas, llamarse fondo de alto riesgo o bancos de inversiones, que especularon con ese producto y, llevados de su codicia y excitando la de sus clientes, crearon una burbuja -que deberíamos denominar hipotecas basura- sobre esos préstamos con garantía real.

Bueno, algo hemos ganado, al menos conceptualmente, teóricamente, y ya se sabe que no hay nada más práctico que una buena teoría.

La pregunta es: ¿Qué aporta el especulador al bien común? Cuando un capitalista de hace 80 años suscribía una ampliación de la Ford estaba dando a la familia Ford un cheque para que produjera más automóviles a mejor precio, lo que era bueno para el consumidor, y bueno para los trabajadores de la Ford, además de bueno para los accionistas de la firma. Ahora bien, cuando la codicia alentaba a no esperar el cobro anual o trimestral del dividendo, sino a revender los títulos a un tercero, nacía un mercado secundario que ya poco ayudaba a la Ford, a sus clientes y trabajadores, y que no era más que una burbuja financiera, virtual, montada sobre un bien tangible. Había nacido el mercado secundario, es decir, especulativo, que ahora representa más del 99% del dinero que se mueve en Wall Street y una media del 98% del dinero que se mueve en las bolsas europeas. El imperio de este mercado es de tal magnitud, que la humanidad vive en una macabra paradoja: la economía financiera, especulativa, no ayuda nada a la economía real, pero, por mor de la globalización de los mercados, puede destrozar a la economía real. No provoca bienes, pero provocar males. El mejor ejemplo es el de los   fondos públicos de la Seguridad Social o los fondos de pensiones privados especulando en bolsa: si la burbuja se pincha, lo pagarán las pensiones, públicas y privadas.

Desde los mercados se responde a esta "pega" que la especulación sí aporta algo: liquidez. Claro, aporta liquidez a los especuladores. En puridad, si el mercado secundario desapareciera no pasaría nada: las empresas seguirían financiando sus inversiones con sus propios beneficios, con ampliaciones de capital y con deuda bancaria.

Y así llegamos a la actual crisis: se ha perdido una ocasión de oro para poner freno a la especulación causante de dicha crisis. Se trataría, no ya de prohibirla, porque eso, me temo, haría que pagaran justos por pecadores, pero sí la oportunidad de gravar fiscalmente la codicia. La fiscalidad del ahorro debe ser directamente proporcional al componente especulativo de la colocación de ese ahorro: a más especulación más impuestos. En el camino hacia una fiscalidad homogénea en el mundo –de otra forma, al igual que sin cierta igualdad de salarios, no puede haber liberalización comercial- se debe distinguir radicalmente entre inversión y especulación.

¿por qué las autoridades políticas de la OCDE no han hecho nada para aprovechar la reciente crisis? Pues por el Síndrome Greenspan, hoy asesor de inversiones del banco universal más especulativo de Europa, el alemán Deutsche Bank: porque muchos ministros, legisladores y reguladores esperan terminar su vida al otro lado de la barrera, mejorando sus retribuciones salariales como asesores de los especuladores. Greenspan definía la especulación de los mercados financieros como "exuberancia irracional". Y tan irracional, como que no ofrecía nada, antes al contrario, a esa viejísima, y siempre novísima, noción de ‘bien común'. Pero terminada su función en la Reserva Federal, el mismo Greenspan ha preferido la exuberancia salarial del Deutsche.

No me extraña que no quisiera terminar con la especulación. En sus zapatos, yo tampoco querría.

Eulogio López