Al rebufo de la película de El Código da Vinci, se me llena el correo de lectores que insisten en que ofrecerle tanta publicidad a un multimillonario pinchauvas como Dan Brown no supone sino promocionar el libro de marras y la película, llamada a batir el número de lectores, porque es sabido que el libro lleva al cine aunque el visionado de la película no lleve a comprar el libro. La conclusión es obvia: no hable usted de Brown, miremos hacia otro lado. De otra forma, concluyen, será usted el responsable de la propia inflación de una obra tan tonta.
La verdad es que no creo que un libro que ha vendido 40 millones de ejemplares en el mundo precise mucha promoción. Nunca me ha gustado esta táctica, que más parece del avestruz. O mejor, del niño que cuando contempla en la tele imágenes que le producen miedo, en lugar de apagar el aparato se tapa los ojos con las manos. Y así es: ojos que no ven, corazón que no siente, pero también puede ser tortazo que te pegas.
Puedo comprender esta actitud, pero no me gusta el argumento. Soy partidario de lo contrario, de sacarle las vergüenzas a Brown (por cierto, lean la crítica de nuestra especialista Juana Samanes, no tiene desperdicio), como ha hecho el español José Antonio Ullate, con su esplendido La Verdad sobre El Código da Vinci, un libro divertidísimo, que se encarga de resalar las meteduras de pata, dignas de la Antología del disparate, del más atrevido de los ignorantes, como el amigo Dan.
Pero no nos engañemos. Mucha gente lee El Código da Vinci para fastidiar a la Iglesia. No tienen fe, pero tienen supersticiones. No creen en lo espiritual, pero sí en el espiritismo, desprecian a la Iglesia pero no a los tonti-gnósticos o residuos de la historia de la Iglesia, se rebelan contra el magisterio, pero se muestran increíblemente crédulos ante las pavadas del Código. No sé cuantos libros se han tejido con María Magdalena verdadera obsesión de los cristófobos-, y los templarios de por medio, pero llenan los estantes de novedades de El Corte Inglés. En definitiva, que no, que de El Código da Vinci hay que hablar en homenaje a la verdad, en homenaje a la cordura.
En homenaje ala verdad. En el cine y en la literatura se ha impuesto lo que podríamos llamar el síndrome Tierras de Penumbra, aquella película, seguramente interesante, sobe la vida del escritor y ensayista británico Clive Lewis. Era una historia que sin duda tenía interés: su único problema es que no tenía nada que ver con la vida de la persona Clive Staples Lewis. Si hablamos de obras de ficción en lo que debemos fijarnos es en el modelo que presentan, en quién es el bueno de la película. Pero si hablamos de una persona, su conversión en personaje debe ser fiel a la realidad. De otra forma, estamos insultando a ese personaje al público, al que estamos mintiendo. Si en Tierras de penumbra el protagonista se llamara Pepe Pérez o John Smith, no tendría nada que decir. Pero se llamaba Clive Lewis y se estaba mintiendo sobre Lewis. Es que es le resultado es muy bonito. Sí, pero no era Lewis. Se había introducido la mentira, y la ficción es irrealidad, pero no mentira.
El Código da Vinci es una colección de mentiras. Me parece muy pertinente que algunos obispos y el Opus Dei sólo pidieran al Ron Howard, el director tuercebotas del engendro, que simplemente advirtieran al comenzar, como suele ser habitual en el cine, aquello de esta es una historia de ficción: Todo parecido con al realidad es pura coincidencia. Por contra, el tontín de Howard así como el tontín de Tom Hanks, habla de una bonita historia para provocar el debate. Howard ha llegado más allá, y ha advertido que eso seria fascismo, un concepto de lo más original, a fuer de profundo.
Pero el padre de la criatura, cantamañanas Brown, es el peor de todos: lleva advirtiendo en entrevistas en prensa y TV que todo lo que se cuenta en la película es verdad. Es decir, que no se considera un novelista, sino el nuevo Mesías, que acaba de descubrir, al fin, la verdad oculta sobre el Dios encarnado que resulta ser una diosa casquivanorra. En verdad, la ignorancia es lo más atrevido que hay.
Dejemos a un lado el espinoso asunto de la mentira y vamos con la segunda parte: el mensaje. Hay dos fuerzas sociales que copan el poder en la actualidad: feminismo y homosexualidad. Son, además, el vivo ejemplo de la Cristofobia. El actor Ian McKellen, perteneciente al Orgullo Gay (recuerden, lo peor no es ser gay, sino estar orgulloso de serlo), ha sido el primero en desmelenarse contra la Iglesia y en favor de la muy histórica tesis del culebrón Brown. El feminismo aplaude la obra por la sencilla razón de que entroniza su última chifladura, la chifladura lógica a la que estaba llamado el feminismo actual: la diosa femenina.
Tanto feministas rabiosas como gays orgullosos llevan el sello de la degeneración, popularmente conocido como tener muy mala leche. Son cristófobos, por aquella verdad palpable expresada por santa Faustina Kowalska, la mística del siglo XX: Las almas menos recogidas quieren que las demás se les parezcan, ya que constituyen para ellas un remordimiento continuo. Dicho de otra forma, el perverso o el degradado no soporta la visión ni de la verdad ni del bien, es decir, no soporta la mera visión del cristiano consecuente ni del Magisterio, porque su mera existencia constituye para él un insulto y el ejemplo vivo de su propia degradación.
Por lo demás, consumo inteligente. Mañana viernes, estreno en España, vayan ustedes al cine, a ver cualquier película menos El Código da Vinci que, además, Juana Samanes dixit, es pestiño de mucho cuidado.
Eulogio López