Eluana ha muerto y sólo en el más allá sabremos lo que sufrió y de lo que se enteró.

Lorenzo Milá, en la TV de Zapatero -la que más- comenzó diciendo que Por fin la familia lo había conseguido, mientras El País, un punto más repugnante, asegura que se ha producido una obscena carrera: Berlusconi y el Vaticano han utilizado a Eluana como contraejemplo de sus ideas sobre la vida, epigrama que, además de nauseabundo, muestra la claridad de ideas de los editorialistas polanquiles, con esa capacidad tan suya para retorcer las frases.

Por lo demás, el presidente italiano, Giorgo Napolitano, puede estar orgulloso: ha conseguido que Eluana muera, negándose a firmar la orden gubernamental que exigía que la chica fuera conectada a la máquina que la mantenía viva.

La cultura de la muerte no es más que amor a la muerte. Para sus partidarios, sólo existe un dogma: Muerto el perro se acabó la rabia. Y así es: la manera más fácil de acabar con el hambre en el mundo es cargarse al hambriento, la manera más fácil de acabar con el sida es acelerar la muerte -sin dolor, por supuesto- del sidoso, y la mejor manera de elevar el grado de cultura e inteligencia sorbe el planeta consiste en abortar a cualquier aspirante a disminuido. En esta cruzada por la muerta, tan eficaz para terminar con los problemas, tan cómoda, tan irresistible, no hay que reparar en gastos y, en cualquier caos, más vale que mueran 1.000 inocentes a que sobreviva un enfermo.

El amor a la muerte, esa atracción, ese vértigo que tiene lo inexorable, va unido de la mano a una profunda aversión a la debilidad. Eluana era débil, estaba indefensa y constituía un elemento improductivo. Ni su propio padre estaba dispuesto a convivir con el dolor. La muerte es más soportable que el dolor: sobre todo la muerte ajena, porque una vez fiambre, el sujeto desaparece de nuestra vista. Como Eluana.

Y a lo peor, Eluana se enteró de todo lo que ocurría a su alrededor.

Eulogio López

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