Ni en Estados Unidos se dio, tras el 11-S, la locura que nos ha dado en España tras el 11-M. Es como si este pequeño país llamado España se empeñara en convertirse, una vez más, en el centro del universo ideológico, que no político, del mundo. Así lo recuerda el estadounidense Robert Kagan, en un precioso libro, corto y denso, titulado Poder y Debilidad. Para Kagan, España marcó el devenir del siglo XX con la llamada última guerra romántica (y terrible): la Guerra Civil española. Geopolítica y militarmente hablando, la II Guerra Mundial fue el desastre bélico más duro de la humanidad, pero ideológicamente no supuso nada. Fue en España donde los totalitarismos del siglo XX se dieron de bruces, donde se jugó la partida entre democracia parlamentaria y dictadura, y donde la religión (más bien el odio religioso de última hora), de un hondo abierto, fue la que decidió el combate. En España peleó todo aquel que estaba convencido de que la humanidad dependía de la pugna ideológica del siglo XX. En España se enfrentaron dos sistemas, dos ideologías, dos credos (mejor, un credo y un anticredo), dos visiones económicas, dos organizaciones sociales y dos estéticas. Independientemente de quién venció y quién cayó derrotado, toda la humanidad estaba concernida. Cuando, apenas cinco meses después de terminar nuestro enfrentamiento fraticida, comienza la II Guerra Mundial, todos saben a qué atenerse, en los cinco continentes.

 

Pues con el 11-M, con la ‘III guerra mundial' en la que hemos entrado, cuyo campo de batalla es el terrorismo, puede decirse algo similar, aunque me temo que menos halagüeño: España vuelve a ser la clave. Ya no se trata de una lucha entre unas ideologías en las que nadie cree. Ahora los que pelean son las filosofías, las cosmovisiones, alrededor de una serie de principios que distinguen a la civilización de la barbarie, a Oriente de Occidente y a la democracia de las nuevas formas de tiranía (por ejemplo, la tiranía mas peligrosa ahora mismo, la causa de la mayoría de los homicidios, ya no son el comunismo ni el fascismo, sino la cultura de la muerte y el homicidio de los no nacidos).

 

Pues bien, ahora, tras el 11-M, España vuelve a convertirse en el centro de atención, esta vez, me temo, para desgracia de todos. El terrorismo ha ganado en España su primera gran batalla: el asesinato de 192 personas ha logrado cambiar un Gobierno, cambiar una política y destrozar una coalición internacional, con una salida en tromba de Iraq de muchos países que apoyaron a Estados Unidos (y quede bien claro que, en mi humilde opinión, no debieron apoyarle: la guerra de Bush en Iraq era una guerra injusta e injustificada). La actitud de los españoles ha dado alas al terrorismo. Les ha permitido comprobar que Occidente no está dispuesto a defender su libertad si defenderla resulta arriesgado. El 11-M la bestia terrorista descubrió que la violencia funciona, que el chantaje funciona y que la sangre es el instrumento más eficaz para que el síndrome de Estocolmo cunda. De la misma forma que muy pocos españoles estarían dispuestos a defender Ceuta y Melilla de una invasión marroquí (lo cual no representa una hipótesis tan lejana), ningún español está dispuesto a excitar a la bestia y prefiere revolverse contra José María Aznar, como arquetipo que, en efecto, cometió un error al apoyar a Bush, pero que no es el asesino de 192 víctimas. El abandono de los soldados filipinos, apenas medio centenar, para suplicar a los fanáticos que tienen secuestrado a su compatriota Angelo de la Cruz que no le degüellen, es una historia de cobardía y chantaje ensoberbecido que comenzó con la retirada de las tropas españolas. Son cada vez menos los líderes occidentales que se atreven a no ceder, a plantar cara al terrorismo, porque sus ciudadanías les tachan de crueles y simplemente les expulsan del poder.

 

Admitir la propia cobardía es muy duro. De ahí que se busquen culpables próximos. Pero sigue siendo cobardía.

 

Lo que nos lleva no a una, sino a muchas conclusiones, o más bien aclaraciones, porque España parece ahora mismo enloquecida:

 

1. El 11-M no fue una maquinación socialista. Tampoco fue ETA la que pidió prestado a Al Qaeda que asesinara a un montón de gente. Y no, no fue ETA, no porque lo digan los servicios secretos, los ‘enteraos' habituales, sino porque lo dicta el sentido común.

 

Los socialistas de Zapatero y Rubalcaba maquinaron todo lo maquinable porque aprendieron el Felipismo, pero no a costa de 192 asesinados. A posteriori, maquinaron todo lo posible para arrimar el ascua a su sardina, pero no les dio tiempo a invertir la tendencia del voto que, en la madrugada del 11-M, apuntaba claramente a una victoria popular. No, lo que cambió el voto fue el terror provocado por el atentado, y la reacción histérica de quien necesitaba encontrar culpables. Entre el PSOE y el grupo Polanco catalizaron esos sentimientos irracionales y consiguieron el vuelco electoral que ambos pretendían.

 

2. No, el PP no mintió. Eso sí, estaba obsesionado con ETA y atribuyó a ETA lo que nunca debió atribuirle, especialmente con tanto entusiasmo. Simplemente, confundió sus deseos con la realidad e hizo el ridículo.

 

3. Zapatero pasará a la historia como el líder político más cobarde de la historia, que, como aprendiz de brujo, generó el repliegue de todo Occidente. Porque si bien no debimos entrar en la guerra de Iraq, no debimos abandonar el escenario en la postguerra. Si hubiera tenido un mínimo de dignidad, el propio Zapatero habría salido a la calle el 12 o el 13-M para pedir a los ciudadanos que no votaran bajo el síndrome del miedo y para explicar que su odiado Aznar no era el que había apretado el gatillo.

 

4. La comisión del 11-M es una tontería que sólo está sirviendo para que PP y PSOE se arrojen los trastos a la cabeza por encima de 192 muertos.

 

5. Aznar tiene razón cuando afirma que el PSOE ganó las elecciones gracias al 11-M. Pero también es verdad que nos introdujo en una guerra contra el parecer de todos, guiado por esa soberbia infinita que le aquejó durante su segunda legislatura en Moncloa.

 

Sí, España se sitúa hoy, una vez más, en el centro del mundo. Pero no es para sentirse orgullosos: más bien parece un epicentro, el epicentro de un terremoto.

 

Eulogio López