(Juan 3, 18-21): El que cree en Él no es juzgado, pero quien no cree ya está juzgado, porque no cree en el nombre del Hijo Unigénito de Dios. Éste es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas. Pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz para que sus obras no sean reprobadas. Pero el que obra según la verdad viene a la luz, para que sus obras se pongan de manifiesto, porque han sido hechas según Dios.
-No seas ingenuo, Adolfo. No te engañes a ti mismo: Cristo ha fracasado, el mundo le ignora. Peor aún, le desprecia: ni le preocupa ni le ocupa. Indiferencia.
-¿Tú crees, Israel? Es cierto que el mundo les desprecia pero yo diría que Cristo no fracasa nunca. Es el hombre quien se derrumba cuando le ignora, porque no es Dios quien necesita del hombre sino al revés.
-Pues entonces que no se esconda, que se muestre.
-Ya lo hace. Te está mostrando su creación. Además, ¿Quién eres tú para exigirle pruebas al Creador?
-Ya te veo venir. O sea, que los agnósticos somos culpables por no creer en Dios. No fue eso lo que me enseñaron los jesuitas.
-¡Ah!, pero, ¿Los jesuitas te enseñaron algo?
-Algo aprendí, sí. Por ejemplo, a juzgar con objetividad.
-Querrás decir con ecuanimidad.
-LLámalo como quieras. El caso es que me enseñaron a no culpar al ateo por no rezar a un Dios en cuya existencia no cree.
-El jesuita que te enseñó tal cosa habrá sido condenado por hereje, supongo.
-El hombre no es culpable por no creer. Mi fe puede ser dudosa, pero mi duda es sincera… y tú juzgas injustamente.
-Yo juzgo como Cristo juzga.
-Pues entonces Cristo sería injusto aunque, sinceramente, no lo creo.
-¿Injusto el Creador de este maravilloso universo? ¿De tu maravillosa vida? ¿No será que eres un ingrato, incapaz de valorar todo lo que te ha sido dado?
-Yo no he pedido haber nacido.
-Tampoco has pedido mucho de lo que has recibido de los demás y no por ello dejas de estar en deuda con, por ejemplo, el esfuerzo de tus padres por criarte.
-De acuerdo, pero eso no me obliga a creer en Dios.
-Pues Él opina lo contrario. No lo digo yo, lo dice el mismo Cristo, en el Evangelio de la misa de hoy. Mira: –coge un evangelio y busca en sus páginas-, aquí está, San Juan Capítulo III, versículos 18, 19 y 20: "Este es el juicio, que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, ya que sus obras eran malas". Vamos -concluye sonriendo-, que todos los ateos sois unos cabritos con lunares verdes y vistas a la calle.
-Estamos mejorando: esto es formidable. O sea, que si yo no creo en tu Dios es por pura maldad. ¿Eso te parece lógico?
-Sigo leyendo: "pues todo el que obra mal odia la luz y no viene a la luz para que sus obras no sean reprobadas". Es decir, que primero es la caridad, luego la fe, no al revés. Tengo que hablar con el Santo Oficio para que invierta el orden de las tres virtudes teologales: primero caridad, luego esperanza, en último lugar la fe.
-Te recuerdo, querido teólogo, que la fe es un don, o al menos eso decís vosotros. Si Dios no me la da, no me puede pedir que la tenga. Son vuestras reglas, no las mías.
-La fe es un regalo, sí, y sólo hay que aceptarlo. Ahí es donde interviene tu libertad. Si no la aceptas eres culpable y te condenarás.
-Gracias por enviarme al infierno.
-Porque el que no la acepta es porque odia la luz, porque no quiere que sus obras sean reprobadas.
-Y los creyentes sois bonísimos.
-No, la fe no regala la justicia, aunque la propicia. Si regalara la justicia, entonces no seríamos libres. Bueno, sólo lo seríamos para aceptar el regalo. Además, el hombre vive en el tiempo, así que el creyente siempre puede dar marcha atrás.
-Y todo eso significa, imagino, que los agnósticos somos unos cretinos que, además, no examinamos con diligencia nuestro perverso comportamiento.
-No parece una mala definición de la realidad, Israel. Te lo diré con Santo Tomás:
-¿El que no creía si no veía?
-No, un tipo de 1.200 años después, Santo Tomás de Aquino.
Coge otro libro del estante y busca un subrayado:
-Aquí está: "Es siempre en la intimidad de Dios con los justos, o en la vida de gracia y las virtudes, bajo el efecto del Espíritu Santo, que consiste toda la razón de mérito para el hombre".
-Vamos mejorando. Es decir, que, por agnóstico, llevo una vida inútil.
-No, una vida sin Cristo puede ser inútil o no, pero nunca será una vida plena. La fe sin obras muere pero las obras sin fe nunca llenan al hombre. Quedan reducidas a mera filantropía sin un por qué que las guíe.
-¿Y por qué hay que guiar a nadie? ¿Qué pasa con la libertad?
-Yo creo, y esto no es de Santo Tomás sino mío, que el secreto de la vida consiste en un 99% de gracia divina y un 1% de libertad humana, la libertad para aceptar o rechazar esa gracia, pero de lo que estoy seguro es de que se necesitan ambas. Pero insisto. Si el hombre no acepta el regalo no hay nada que hacer. Primero el regalo de la vida, luego el de la fe. Y si el regalo no llega es que faltan las obras.
-Insisto en que yo no he recibido ese regalo y no creo que sea por mis malas obras.
-¿Tampoco el regalo de la vida?
-Ese sí, pero no el de la fe.
-Pues yo estoy seguro, Israel, que el regalo de la vida conlleva el otro. Y también estoy seguro que, como alguien dijo, "la primera forma de pensamiento es el agradecimiento".
-De acuerdo en agradecer la vida que se me ha dado. Después de todo no se está mal aquí. Pero yo no estoy seguro de a quién debo agradecérsela. Nadie me puede exigir que crea en lo que no veo.
-Al parecer, Él sí que te lo exige, porque "el que no cree ya está juzgado". Incluso insinúa, bueno, hace algo más insinuar, que son las malas obras las que te llevan a la increencia.
-Agradecido.
-Israel: lo que Dios pide al hombre es que confíes en Él. Cristo es un hombre, no una idea, ni una filosofía.
-Pero es algo que no puedo experimentar.
-Las personas no se experimentan: se las ama o se las desprecia. Y los enamorados no analizan a la amada, simplemente confían en ella. Y esa confianza les otorga mayor certeza que aquello que pueden ver o tocar.
-Pero el hombre es racional. Necesita saber.
Era el día de los libros. Adolfo tomó un tercer ejemplar y buscó una página, que lee en voz alta:
-Ahora es Benedicto XVI quien cita a Santo Tomás: "A quien objete que la fe es una necedad porque hace creer algo que no entra en la experiencia de los sentidos, Santo Tomás…
-¿Otra vez el bueno de Tommy?
-…ofrece una respuesta muy articulada. Recuerda que se trata de una duda inconsistente, porque la inteligencia humana es limitada y no puede conocerlo todo".
-Precisamente por eso…
-…sólo en el caso de que pudiéramos conocer perfectamente todas las cosas visibles e invisibles, entonces sería una auténtica necedad aceptar verdades por pura fe". Créeme, Israel, no es tan difícil, confía en Cristo: es una mera cuestión de humildad, pero también de lógica, es decir, de esa racionalidad humana a la que tú apelas. O confías en Cristo o sólo podrá confiar en tu propio juicio. Fe siempre va a tener: en Él o en ti. El que se resiste a creer está haciendo algo mucho más irracional que la fe: pretende convertirse él mismo en Dios. De hecho, el agnosticismo no existe, el ateísmo tampoco. O adoras a Dios o te adoras a ti mismo.
-Puedo aceptar eso, pero no que la fe sea conocimiento. Y no se trata de mi conocimiento, sino del conocimiento de otros hombres que me han precedido y de otros hombres más capaces que yo.
-Precisamente. Pero no es la fe en el otro lo que Cristo condena, sino el orgullo de creer en ti mismo. Prosigue el Papa, de la mano de Tomasín: "Es imposible vivir sin fiarse de la experiencia de los demás, donde el conocimiento personal no llega. Por tanto, es razonable tener fe en Dios que se revela y en el testimonio de los apóstoles".
-Vamos, que no podemos eludirle.
-Así es. La existencia no es una aburrida telenovela con personajes marioneta. Es una verdadera epopeya.
-Pero programada.
-Todo lo contrario. Dios no hace trampas con su creación. Ha producido de la nada hombres racionales, por racionales, libre. Quería que me amasen criaturas con libertad para odiarle. Y siente un respeto maravilloso por la razón que ha otorgado al creatura.
-Vamos, que no le gusta la planificación, prefiere el libre mercado.
-¡Tú lo has dicho! Tenemos un Dios muy liberal. Pero, como el buen liberal, se somete a sus propias reglas y juzga con justicia. Con esa razón que le ha sido dada, el hombre está obligado a elegir. Por eso, el que no cree está capacitado para conocerle y reconocerle. Y sí: es responsable de su increencia.
-Y a tu Dios liberal no le gusta la abstención.
-La detesta. Él la llama tibieza, y a los tibios les vomita de su boca.
-Luego estoy forzado a convertirme, sí o sí. Menuda libertad.
-No, también puedes rechazar la luz: eres libre.
-Ya, pero si la rechazo, seré castigado. Y castigo eterno.
-No puede ser de otra forma. Tienes una visión muy estrecha de la libertad y muy irreal. Si la libertad no conlleva responsabilidad no merece la pena ser libre. Resultaría una sosería tediosa, de una insoportable levedad. Es lo mismo que ocurre con las leyes naturales: eres libre para tirarte de un precipicio pero no lo eres para evitar las consecuencias de destrozarte con la caída.
-Delicioso panorama vital el que proponéis los cristianos, Adolfo.
-En mi opinión sí: la vida es maravillosa porque es un drama. Pero bueno, Israel: nadie se convierte por una conversación con un hombre sino por un diálogo con Dios. Estoy seguro que hace mucho que no lees el Evangelio. Es más: juraría que tienes miedo de hacerlo. ¿Ves como sí eres culpable?
-A lo mejor quiero salvar mi racionalidad, mientras que tú abjuras de ella.
-No, los cristianos somos racionalistas, no en el sentido de descreer en los ángeles, sino en el sentido de descreer en los duendes. Creo en el mundo espiritual que puedo mostrar, porque lo vivo, y demostrar, porque lo pienso. Creo en Dios porque hablo con Él en la oración y le escucho cuando leo el Evangelio. No creo en el país de las hadas, que sólo puedo imaginar. El país de las hadas es aburrido porque no compromete, mientras que Cristo exige un compromiso total y permanente.
-Sí, admito tu racionalidad, pero…
-Me gustaría más que admitieras mi razonabilidad.
-Déjame terminar: admito tu racionalidad y tu espíritu de aventura, pero me obligas a elegir entre ese Dios que tú dices que nos ha creado y mi propio yo.
-Precisamente.
-Y también me obligas a demostrar lo que Él me dice en ese Evangelio aunque no puedo demostrar lo que dice.
-Tú no puedes, Él sí.
-Porque soy limitado, claro.
-¿Acaso no lo eres? ¿Acaso no te pasas la vida creyendo en lo que te dicen los hombres en los que confías, todos ellos tan limitados como tú?
-Pero a ellos los veo.
-Ni eso. No ves a los protagonistas de la historia, ves los libros de historia escritos por hombres que ni tan siquiera conocieron a los protagonistas. Confías en tus próximos, familiares y amigos, confías hasta en el Gobierno, en los noticiarios de la tele. A los únicos que no crees es a los hombres que te hablan de lo que Dios dijo.
Israel no tenía ganas de de discutir, sino de descubrir:
-¿Tan importante es para ti creer en Dios, para que perpetres la osadía de juzgarme por incrédulo? ¿Eso te hace feliz?
-No exactamente: creer sólo es un paso previo, aunque sea fruto de mi razón libre. Los cristianos no somos los que creemos en Cristo somos los que amamos a Cristo. Escucha la conclusión –advirtió Adolfo mientras volvía a coger el Evangelio entre sus manos-: "Este es el juicio: que vino la luz al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz". ¿Y sabes por qué?: "Porque sus obras eran malas".
-Es decir, que no me condenaré por mi falta de fe sino por mi falta de caridad.
-Tú lo has dicho. La fe sólo es el preludio del amor y el amor te confirma en la fe. Sinceramente, no sé lo que viene antes: si la confianza para amar o el amor que propicia la confianza. A fin de cuentas, todo lo ha inventado un ser que vive fuera del tiempo y que no entiende de sucesiones, ni tan siquiera del recorrido que va de la premisa a la conclusión, quizá porque quien ha hecho la verdad no necesita descubrirla. Lo que sí sé, Israel, es que el hombre es culpable de ateísmo. No lo digo yo, lo dice Cristo. Así nos lo ha manifestado y, por tanto, seguro que no hay error en el método ni engaño en la proposición: el que no cree es porque no quiere creer. Sus malas obras son como una venda ante su ojos, e incluso teme que si, da el paso hacia la luz, se ponga en evidencia.
-Resumiendo: el ateo es culpable.
-Sí, el ateo es culpable, pero este juez es muy especial: siempre tiende la mano al culpable.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com