Hoy es fácil asociar a la juventud con un permisivismo moral que se desata los fines de semana como drogadicción, alcoholismo o promiscuidad sexual.
Jóvenes sin ley cuyo lema es "hacer lo que yo quiera aunque no deba", alimentados por una irreligiosidad creciente y falta de control paterno. En estos últimos años, incesantes llamadas del Cielo nos advierten del daño espiritual desorbitado y progresivo en nuestro planeta: violencias y desórdenes de toda clase, y de sus consecuencias eternas: "El infierno está lleno de jóvenes, que blasfeman de Dios y de sus padres, porque no hubo quien les hablara del mal y del infierno.
¡Qué tristeza me produce ver perderse a tantas almas, que en el tiempo de su tiempo, me dieron la espalda y no quisieron acogerse a mis llamadas a la conversión! El infierno es una realidad que la inmensa mayoría quiere desconocer". (Jesucristo al hermano Enoc, marzo de 2011).
Realmente, qué pocos respetarían las leyes humanas sin la existencia de sanciones, policía y cárcel, porque la sola autoridad no es motivadora. Cuánto más se debería hablar sobre un Dios que dicta leyes benéficas para el individuo y cuyo rechazo aboca a la cárcel eterna de la que nunca más se sale. Padres, maestros y sacerdotes, en su tarea formativa, deben explicar las graves consecuencias temporales y sobrenaturales de ciertos comportamientos, a aquellos que están a su cargo.
María Catalá