España se hizo adulta con la conquista y evangelización de América. A los países les ocurre como a las personas: cuando están pendientes de sí mismas se vuelven estériles, cuando es buena sobre los demás es cuando dan lo mejor de sí.

Tras terminar ocho siglos de lucha para expulsar al islam de su propia tierra, el mismo año 1492, comenzó la aventura del Nuevo Mundo. Única colonización que creó una nueva raza, mestiza y, encima, la única que superó el racismo, siglos antes de que los ilustrados se lucraran con el comercio de esclavos (por ejemplo, Voltaire). Desde el testamento de Isabel la Católica, nació la Hispanidad que, ya de regreso a la metrópoli, describiera con tanto acierto Ramiro de Maeztu (hay que releer su defensa de la Hispanidad): si algún fenómeno histórico guarda un cierto parecido con el ideal de la civilización cristiana esa es la idea de la Hispanidad: el hombre por encima de la colectividad, el hombre como sujeto de derechos.

Y es que ya no hablamos de mera solidaridad sino de alcanzar la filiación divina: la hispanidad descubrió que no puede haber hermanos sin padre, no puede haber fraternidad sino entre los hijos de Dios.

Y tampoco podía darse la Hispanidad sin el sentido mariano de la existencia. España llevó el amor a María allende los mares. Hoy los hispanoamericanos pueden ser de izquierdas o de derechas, rozar el fascismo militaroide o el leninismo alienante, la cultura excelsa o la demagogia vulgar, pero la hispanidad siempre expande el recio olor mariano.  

En cualquier caso, España fue grande en Hispanoamérica, como nunca en su historia, porque salió de sí misma. Cuando se enrocó en la piel de toro comenzaron las desgracias. Hoy seguimos demasiados pendientes de nuestra propia menudencia, perdidos en nuestro cainismo, mirándonos el ombligo. Así nos va.

No exagero, les recuerdo que el comunicado del grupo antisistema, los milicianos de hoy, que colocó una bomba en la Basílica del Pilar, clamaba contra el 'genocidio' español en Hispanoamérica.

Eulogio López

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