Sr. Director:
Por el revuelo internacional provocado por la homilía del Arzobispo de Santiago de Compostela el pasado domingo, durante la celebración de la misa en honor del Apóstol Santiago, patrón de España, que tuvo como testigos presenciales a los Jefes del Estado y del Gobierno de España, presentamos una parte sustancial de ella.
Homilía de Excmo. y Rvdmo. Sr. Arzobispo de Santiago de Compostela, Mons. Julián Barrio Barrio, 25-07-04, Solemnidad de Santiago Apóstol.
"Majestades, Queridos Sr. Cardenal y Hermanos en el Episcopado, Excmo. Cabildo Metropolitano, Excmas. e Ilmas Autoridades, Queridos Peregrinos (...):
Santiago bebió el cáliz del Señor y se hizo amigo de Dios". En este Año Santo, atraídos por este testimonio "se hacen peregrinos tantos hombres y mujeres para servir a Dios y honrar al Apóstol Santiago". Los caminos que llegan hasta esta Casa acogen a millares de personas, unas que vienen manifestando su fe y su esperanza cristiana, otras buscando el sentido de su vida. Llegan a
El Apóstol Santiago compartió la suerte del Señor y siguió su ejemplo de amor y servicio, gastando la propia vida por los demás, soportando contradicciones, y no desalentándose por la incomprensión pues sabía que "mientras vivimos, continuamente nos están entregando a la muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal" (2Cor 4,11). El "protomártir de los apóstoles" "creyó y por eso habló", dándonos a conocer el Evangelio de
"Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hec 5,29). Como los apóstoles también nosotros hemos de llenar "nuestra Jerusalén" con la enseñanza de Jesús aunque ésta no halague los oídos de quienes desean oír lo que ellos desean. En el espesor de nuestra historia hacemos memoria del Evangelio cuya aceptación encuentra dificultad en el relativismo en que estamos sumergidos culturalmente. La revelación cristiana se ofrece, no se impone, como palabra de verdad y camino de salvación. El cambio radical de la mente y del corazón que nos pide la conversión en este Año Santo, no significa destrucción sino máximo cumplimiento de las reivindicaciones y de las expectativas presentes del hombre peregrino que busca la felicidad plena. La fe cristiana, coherentemente vivida, transforma el corazón de los hombres y ofrece el sentido profundo de la existencia, tanto personal como social, teniendo como ley suprema el mandamiento del amor para dar razón de la esperanza. Esto conlleva anunciar la fe en Cristo antes que enseñar la moral en una sociedad postcristiana porque es Cristo quien da sentido a las exigencias morales de la fe. El hombre no puede sobrevivir sin la verdad y la fuerza del cristianismo es su verdad interna. Esta es la esperanza segura del cristianismo, este es su desafío y su exigencia cuando el laicismo se presenta como dogma público fundamental y la fe es simplemente tolerada como opinión privada, aunque de este modo no es tolerada en su verdadera esencia. La doctrina social de
El "amigo del Señor" nos trajo la novedad y la originalidad del cristianismo: como es la inserción de Dios en la historia, la plenitud de la revelación y la nueva visión de Dios y del hombre en relación con él. "Desde hace dos mil años, el hombre tiene algo radicalmente nuevo, que no se acaba de poseer, sino por partes, con desamor, abandono, infidelidades; algo que está delante de nosotros como algo que hay que conquistar. Algo, no se olvide, frente a nuestra libertad sin forzarla: la perspectiva cristiana". En esta conciencia los cristianos hemos de afrontar las dificultades de nuestros tiempos con la plenitud del amor, la fecundidad de la cruz y el espíritu de las Bienaventuranzas. Es la hora de los audaces en el Espíritu llamados a mantener el ardor y la intrepidez apostólicos. "Es evidente que
La festividad de nuestro Patrono es una llamada a fortalecer nuestro proyecto de convivencia armónica, a colaborar para que nuestros pueblos se sientan cercanos los unos a los otros, y a enriquecer nuestra unidad con la pluralidad que nos es propia. Vivimos entre el ideal y la realidad. La historia de nuestra convivencia se desenvuelve entre tensiones que suponen el saber compartir y reconocer el esfuerzo de cada generación más allá de los posibles desencuentros. Esta conciencia nos "invita a purificar la memoria de las incomprensiones del pasado, a cultivar los valores comunes y a definir y respetar las diversidades sin renunciar a los principios cristianos" (GS 65). No pueden ser el recelo, la desconfianza y el miedo que siempre degradan a los que los provocan, la razón de nuestra fuerza. Debemos ser coherentes con los valores del Evangelio que hemos recibido y que forman parte esencial de nuestra cultura y civilización. Ante los riesgos de disolución religiosa, cultural, social y política hemos de superar una conciencia derrotista que esterilizaría nuestras capacidades. Dejémonos iluminar por la luz de
Jesús que nos dijo: "Yo estoy entre vosotros como el que sirve", nos indica el camino a seguir: servir a los demás y no servirse de los demás. Asumir este compromiso, bastaría para dar esperanza a los que carecen de ella. "El que entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor" (Mt 20,26). La autenticidad y la grandeza de la autoridad se miden por la humildad, la capacidad de escucha y la verdadera vocación de servicio, teniendo en cuenta que "todos los hombres y mujeres reciben su dignidad común y esencial de Dios y con ella la capacidad de encaminarse hacia la verdad y la bondad". La iglesia con la fuerza del Evangelio que le ha sido confiado, proclama los derechos del hombre y aprecia la defensa de estos derechos pero sabe que estamos sometidos a la tentación de pensar que se protegen plenamente nuestros derechos personales sólo cuando nos vemos libres de toda norma de la ley divina. Cuando pensamos así, los derechos se ven reducidos a simples exigencias personales y a falsas formas secularizadas de humanismo que siembran confusión y debilidad moral distorsionando el plan de Dios sobre el amor y la fidelidad, sobre el respeto a la vida en todas sus etapas naturales, sobre la vivencia del tesoro de la afectividad y sobre el matrimonio, esencialmente heterosexual y base ineludible de la familia, cuya quiebra supone la quiebra de la sociedad haciéndola vulnerable a intereses que nada tienen que ver con el bien común (....)".
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