Por eso conviene insistir en una idea muy sencilla: el homomonio no es una cuestión terminología. Ningún fenómeno relevante -y la familia lo es- se reduce a una cuestión terminología.
A ver si nos lo metemos en la cabeza. Lo malo no es el gaymonio sino la homosexualidad en sí misma. Lamento insistir pero introducir el pene en el recto no es sexo, ni es matrimonio ni es amor: es una cochinada enorme, como lo es el introducirse objetos de forma aplatanada por la vagina.
La Iglesia no sólo se opone al gaymonio sino a la homosexualidad en sí misma. No por ello la Iglesia es homófoba, porque una cosa es censurar la antinaturalidad. Y la cochinada, de la homosexualidad y otra atacar a los homosexuales, a quienes no sólo no hay que marginar sino ayudar. Homosexuales sí -sobre todo para ayudarles a salir de tan espantoso submundo-, homosexualidad no.
La distinción no es baladí, por más que los progres intentan sacarle punta. La Iglesia está con los sidosos y contra el sida -de hecho, condena las relaciones sexuales antinaturales pero es quien más personal esfuerzo dedica a combatir le sida-, condena la pobreza pero ayuda a los pobres, de hecho es la ONG que figura a la cabeza de la lucha contra el hambre, y así con todo.
No, la Iglesia no tiene que pedir ninguna fórmula legal para justificar las parejas de hecho, porque la ley positiva tiene dos posibilidades: o concordar con la ley natural o convertirse en antinatural.
Por lo demás, seguimos corriendo con mangueras a las inundaciones y con barcazas a los incendios. Este tipo de concesiones jurídico-terminológicas, llegan en un momento en el que arrecia la homotiranía. Primero en Brasil donde Lula pretende perseguir a todo aquel que se atreva a razonar contra la homosexualidad, un rasgo de totalitarismo que ahora se extiende a la Argentina. Algo está fallando, muchachos.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com