Cuando los revolucionarios franceses, tan liberales, tan ilustrados, quisieron terminar con el Cristianismo cambiaron el calendario. Con la revolución francesa nació una nueva era, sólo que era tan homicida y desagradable que la humanidad enseguida dio carpetazo y volvió a la cronología cristiana.
Pero aquellos tipos eran inteligentes. Sabían que el hombre vive en el tiempo, y que no puede sustraerse a la rutina de las estaciones, del trabajo y el descanso. Mientras el hombre esté anclado en un ritmo, donde al ajetreo de los días de labor sucede el descanso dominical, donde la familia y los amigos reemplazan al mundo laboral y al mercado, todo va bien. Eso es música, es ritmo, el mismo ritmo de las estaciones, de la siembra y de la siega. Si quieres cambiar la sociedad de verdad, en sus cimientos, y de paso romperle los nervios al personal, no tienen más que exigir cambios arrítmicos, la exigencia de novedad permanente que es, al mismo tiempo, la rutina más insufrible.
Eso es lo que ocurre con la apertura de comercios en domingo. La libertad total de horarios comerciales no sólo rompe el rito vital de muchos siglos donde las personas se han acostumbrado a descansar los domingos, dedicando más atención a los suyos y la relación humana no interesada (la que se ejerce en familia), sino que también resulta injusto. A saber:
Lo liberal, lo que pretende la progresía, es la libertad total. Ahora bien, el drama del liberalismo es que la libertad total se entiende como la igualdad de los desiguales, que no es otra desigualdad sino otra tremenda injusticia. Los liberales exigen al nuevo ministro de Industria, José Montilla, que las grandes superficies puedan abrir cuando lo deseen, a ser posible 24 horas al día, 365 días al año. Los contrarios, por ejemplo la sociedad catalana, que sabe mucho de pequeños negocios, se niega a la libertad de horarios porque el comercio familiar, la pyme, no puede mantener el ritmo de horarios.
¿Y las grandes superficies sí? Bueno, las grandes superficies sólo pueden en el caso de que consigan las famosas economías de escala. En otras palabras, en el caso de que paguen salarios de subsistencia a sus trabajadores. Es más, algunas grandes superficies ya no compiten por precios, ni tan siquiera por calidad: compiten porque lo ofrecen todo y lo ofrecen a cualquier hora y porque imponen a los proveedores unas condiciones financieras y de abastecimiento draconianas.
Por tanto, la libertad plena para las grandes superficies no sólo supone romper el biorritmo de
Y ojo, todo esto es, además, un debate falso. Como recuerda el ministro Montilla, la ley marca en 90 el mínimo de horas en que un comercio debe abrir a la semana. Lo cierto es que nadie lo cumple. Por tanto, como en toda operación de lobby, otro instrumento muy liberal, muy capitalista, muy progresista, muy moderno, de lo que se trata no es de competir sin trabas, sino de forzar, a través del Boletín Oficial del Estado (BOE), situaciones que llevan a la eliminación de la competencia. Muerto el perro, se acabo la rabia.
Eulogio López