Sr. Director:
Desde hace algún tiempo, es frecuente leer y escuchar que las personas religiosas son intolerantes.

Se hace esta afirmación, porque se piensa que la intolerancia es el destino de quienes sostienen que hay verdades absolutas. Por verdad absoluta entienden la religión y, más en concreto, la religión católica.

La consecuencia es clara: la persona que quiere ser tolerante, no puede ser católica y si alguien se presenta como católico convencido, hace confesión pública de intolerancia y, por ello, de persona peligrosa para la convivencia.

El resultado final ha de ser orillar y postergar a esas personas, en cuanto enemigos públicos. Este discurso no nos es extraño estos días. Gregorio Peces-Barba en un reciente artículo publicado el 15 de agosto afirmaba que una institución que tenga pretensiones de verdades absolutas no tiene lugar en una democracia.

No es infrecuente que tal acusación proceda de sectores encuadrados en un fanatismo laicista, ateo, o agnóstico militante, que no sólo no admite la manifestación de ese gran principio cristiano "Dios es Amor", sino que le declara la guerra.

Seguramente se imaginan que la verdad, la felicidad y el bien común se encuentran en la negación de los valores morales y religiosos.

Jesús Domingo Martínez

jesusdomingo125@gmail.com