Con el maremoto de Japón, el hombre, toda la humanidad, ha descubierto su poquedad. Los nipones, a la cabeza de la investigación científica sobre movimientos sísmicos, una tecnología puntera y una arquitectura especialmente diseñada para resistir sustos telúricos, no han podido con el tsunami. Nadie hubiera podido. Una japonesa residente en Madrid lo explicaba así: En mi país estamos preparados contra un terremoto, pero cuando viene del mar de nada sirven las prevenciones. Sí, algo se movió en el fondo marino, al este del Japón. Y la ola gigantesca arrasó con todas las construcciones y, sobre todo, con todas las prevenciones humanas. La naturaleza es más fuerte que nuestra ciencia que no supo preverlo- y que nuestra tecnología que no supo combatirlo-. Y esa naturaleza ha mostrado su poderío, más fuerte que cualquier explosivo artificial. Y ni tan siquiera sabemos si este desastre será el último. Sin embargo, el orgullo humano es tan inmensurable que necesita este tipo de varapalos para caer en la cuenta de su nimiedad.
La tragedia japonesa ha hecho que el hombre redescubra su poquedad y su indefensión. Más que en Haití, que por ahora se lleva la palma de víctimas, porque Japón en un lugar, según criterios humanos, avanzado mientras Haití pertenece al Tercer Mundo donde puede ocurrir de todo. Al común de los mortales no le extraña que la isla caribeña fuera arrasada pero se queda estupefacto si la devastación arrasa la tercera economía del mundo.
Además, cuando la ola siniestra recorre el gran océano Pacífico, es decir, la mitad del planeta, sin que ninguna fuerza humana pueda detenerla, hasta el más necio, por mor de la reflexión o del miedo, se da cuenta de lo débiles que somos y se pregunta: ¿De qué me enorgullezco? Es en ese momento cuando pensamos que lo más racional y, sobre todo, lo más razonable, es abandonarse en los brazos de la misericordia divina.
En cualquier caso, la mortífera ola japonesa ha paralizado la actividad rutinaria en todo el planeta y ha monopolizado la atención mediática global. Hasta la revolución islámica ha pasado a un segundo plano. Ahora bien, el hombre olvida pronto y la mayoría tendemos a desaprovechar estas advertencias en pocos días para ser sepultados nuevamente por la rutina.
Un desastre natural tiene la ventaja de que resulta difícil encontrar culpables, y encontrar culpables es la forma más necia de esterilizar cualquier proyecto de cambio. Alguien habrá que achaque el maremoto nipón al cambio climático y con ello se quede tranquilo, pero hasta los más encendido panteísta, adoradores de la madre tierra, tendrá que convenir en que tal explicación parece bastante peregrina y en que la naturaleza no se ha portado esta vez como madre a la que adorar sino como madrastra ante la que protegerse.
El dolor puede servir para cambiar el sentido que damos a nuestras vidas o para empecinarnos en nuestra soberbia. La tragedia puede extraer nuestra capacidad de mejora y de solidaridad, pero también puede llevarnos al empecinamiento en nuestra presunción, disfrazada de progreso. Puede llevarnos a idolatrar a la naturaleza por temor o a adorar a Dios por amor, a confiar en nuestra propias fuerzas para dominar el universo o a confiar en el Creador del ese Universo. La elección es nuestra.
Eulogio López
eulogio@hispanidad.com