Nos encontrábamos en Betania, no en casa de Lázaro, a quien el Maestro había aconsejado que se marchara con sus hermanas Marta y María. Todos sabían en Jerusalén que Jesús de Nazaret había resucitado al famoso Lázaro, lo cual molestaba mucho al poder, porque se trataba de una evidencia comprobable.

El tal Lázaro, enterrado con honores por todas las fuerzas vivas –siempre tan solícitas enamoradas del dinero-, andaba vivo y coleando y de muy buen humor, dispuesto a contarle a todo el mundo como su amigo Jesús le había devuelto desde el grisáceo Sheol al mundo de los colores, los sonidos y los sabores. Y no faltaban curiosos que le preguntaran sobre el mundo de los muertos. Todo muy molesto para el poder.

Total, que Lázaro, sus dos hermanas, la hacendosa Marta y la contemplativa María, habían aceptado el consejo del Maestro y se habían marchado a las montañas de Judea, a hospedarse en casa de un pariente. Ni tan siquiera vivieron la entrada triunfal en Jerusalén. Se dice triunfal por decir, porque ningún gobernador romano se habría subido a un pollino, hijo de asna, para ser proclamado rey por la turba. A las masas les gusta en privado el oropel y el protocolo tanto como lo critican en público.

Total, que como no podíamos hospedarnos en casa de Lázaro lo hicimos en la de otro vecino de Betania, Simón el leproso, que ya no era leproso, sino otro agradecido por su curación. En su finca fue donde ocurrió aquel episodio singular. Una mujer a quien nadie conocía entró y, antes de que nadie pudiera evitarlo, se derramó sobre el pelo de Jesús y se arrojó a los pies del Maestro. Derramó sobre sus pies un perfume carísimo, en un frasco de alabastro y toda la estancia comenzó a oler estupendamente. La mujer desapareció tan rápido como había llegado. Judas Iscariote, un sujeto que nunca me calló en gracia, se ofendió:

-¿A qué viene este despilfarro, maestro? Se podría haber vendido ese perfume y dárselo a los pobres.

Lo cierto es que el club de amigos del Nazareno asentía a las palabras de Judas, lo que no solía ocurrir. Luego supe que aquel perfume valía el salario de un obrero durante todo un año, de la misma forma que más tarde me enteré de que aquella mujer estaba casada con un terrateniente rico, gentil, que gozaba de toda la confianza del gran Herodes. Es como si Judas hubiera preparado uno de los pasos definitivos hacia el precipicio: esconder aquel odio que comenzaba a sentir por el Maestro en solicitud de piedad. En plata, Judas ya disfrazaba el mal en bien. A partir de ahí sólo queda la desesperación, Pero no pensé que llegara a tanto. En cualquier caso, el Maestro sentenció como nadie esperaba:

-Ha hecho una buena obra conmigo –aseguró cuando la mujer ya había abandonado precipitadamente el lugar-. Porque pobres siempre los tenéis con vosotros pero a mí no siempre me tenéis.

Fue allí donde todo comenzó.

A Jesús le gustaba bromear con los suyos, especialmente con Cefas, su lugarteniente, probablemente para enseñarles que lo divertido no es lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido. Así que llamó a Pedro y a Juan y les dio instrucciones para celebrar la Pascua, en la mismísima Jerusalén, capital mundial de todos sus enemigos:

-Cuando entréis en la ciudad, os saldrá al encuentro un hombre llevando un cántaro de agua: seguidle hasta la casa en la que entre y decidle al dueño de la casa: ¿Dónde está la estancia en la que he de comer la Pascua con mis discípulos?  

Ni Pedro ni Juan dudaron un momento en que encontrarían al ignoto portador de cantos de agua. Confiaban demasiado en su Maestro. Además, sólo necesitaban saber dónde se celebraría la fiesta. Desde hacía mucho tiempo, las familias ya no sacrificaban el carnero en casa sino en el templo, aunque la celebración consistiera en un banquete, salpicado de salmos de las Sagradas Escrituras.

Tenían plena confianza en su Maestro pero aún así, el adulto Pedro y el adolescente Juan, no dejaron de sorprenderse al comprobar que todo ocurría según lo previsto. Y aún se sorprendieron más cuando el desconocido del cántaro les condujo hasta una residencia de las afueras que conocían bien. Era la residencia familiar de la viuda Miriam, madre de otro mozalbete, aún más joven que Juan, de nombre Marcos.

Se encontraron con que Miriam ya tenía todo preparado: el cordero troceado, secado y salado, preparado para ser introducido en el horno, los panes ázimos planos y las hierbas amargas, sin condimentar, que el carnívoro Pedro degustaba con exquisita frugalidad. Además, las imprescindibles copas para el vino con las que, a lo largo del banquete, se harían hasta cuatro libaciones.  

Marcos les explicó que él sería el más joven de los presentes, quien, según la tradición mosaica, debería preguntar al jefe de familia, a la persona con más autoridad de entre todos los presentes el sentido de la celebración. 

Dos horas después, con los invitados bastante hambrientos, aquel jueves del mes de Nisán, algo así como el año nuevo hebreo, que no en vano Nisán significa eso: mes primero, los invitados estábamos reunidos alrededor de una mesa bien surtida. Sentados, no recostados, algo que también resultaba novedoso.

Flotaba en el ambiente el reconcomio propio de quien se enfrenta a lo inesperado, no ya respecto a otras festividades de pascua, sino a nuestras habituales tertulias. El Maestro no nos tomaba el pelo y se percibía en su mirada una sombra, sino de tristeza, algo inconcebible en Él, sí de amargura. En el resto, expectación.

Durante siglos, en el Reino, muchos hombres me han preguntado si los espíritus sabíamos lo que iba a ocurrir. Si éramos conscientes de estar viviendo un momento histórico en aquella casa de extramuros, al otro lado del torrente Cedrón, a la hora duodécima. Mi respuesta siempre fue la misma confesión: presentía y sentía que algo muy grave iba a acontecer pero no tenía ni la menor idea de en qué iba a consistir. Hasta los mariscales de mi misma especie estaban en la inopia. Nadie lo sabía, ciertamente, pero la mirada vigilante, un punto atormentada, de mi Señora Miriam, la madre del Maestro, me hacía temer lo peor.     

Y el baile comenzó con la segunda copa prevista en la liturgia, aunque primero fue el pan, aquellas tortas tan apreciadas por el goloso paladar de Pedro. El maestro tomó el pan ázimo en sus manos y pronunció unas palabras que ya le habíamos escuchado antes pero con una formulación totalmente nueva. Esto fue lo que dijo:

-Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía.

El primer pedazo de aquel pan nuevo se lo entregó a mi Señora Miriam. Como ella lo cogiera entre sus dedos con unción, pero no se lo llevara a la boca, el resto hizo lo mismo. Cuando estuvieron servidos y la madre del Maestro se lo llevo a la boca todos la imitaron.

La atmósfera dibujaba  una mezcla de solemnidad e ignorancia supina. Puedo leer los pensamientos de los hombres y si no fuera por la relevancia del momento, me hubiera reído a gusto. 

Santiago recordaba la multiplicación de los panes, Juan no perdía ripio y Pedro estaba convencido de que, nada más engullir aquel pedazo, su estatura crecería en varios codos pero como su organismo parecía optar por el inmovilismo se había quedado sorprendido.

Jesús era el único que no había probado el pan, otra pista para gente despierta. Además, de inmediato, tomó la copa vino al tiempo que pronunciaba unas palabras que nos abrieron el entendimiento:

-Discutirlo entre vosotros pues os digo que, a partir de ahora, no beberé del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios.

Andrés, el hermano de Pedro, era un memorión. Llevaba a orgullo haber sido el primero en conocer al Señor, junto a las aguas del Jordán, cuando Juan el Bautista se lo indicó y también hacía gala que desde aquel momento, podía repetir, frase por frase, palabra por palabra, todo lo que el Maestro había dicho. Desde luego, no olvidó las palabras que pronunció a continuación:

-Bebed todos de él, porque esta es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados.

Andrés sería el encargado de recordar a los otros la fórmula exacta, una vez que el Maestro tomó posesión del Reino, en tanto que único heredero del mismo, es decir, cundo los apóstoles ya no le tuvieran consigo.

Todos bebieron, salvo el maestro y a continuación llegó uno de los episodios más bochornosos de la historia. Nada más oír hablar del Reino, todos se dieron por aludidos y comenzaron a repartirse los cargos de la futura nomenclatura en el mencionado gobierno de futuro. Eso sí, Pedro, ubicado entre Santiago y Juan, a la derecha del Maestro, afirmó, vehemente, estar dispuesto a acompañar al Señor "a la cárcel y hasta la muerte".

-Te aseguro, Pedro, que no cantará el gallo cante de que tres veces niegues haberme conocido.

Inaceptable, por supuesto, ignominioso. El jefe de pescadores negó toda asomo de traición y, cuando el Maestro, sin hacerle mucho caso, nos anunció que sería contado entre los malhechores, y que, todos ellos, deberían vender sus túnicas para comprar espadas, una expresión galilea, Pedro, exclamó, entusiasta: "Aquí hay dos espadas", señalando la suya propia y la de Mateo, siempre dispuesto a defender la integridad de las recaudaciones fiscales.

-Con eso basta –sentenció el Maestro y todos se quedaron satisfechos. Estaban tan acostumbrados a lo extraordinario que alguno sospechó que las espadas también se multiplicarían para defenderles de los fariseos o que tomarían vida propia. Tampoco se le puede pedir peras al olmo.

Además, si el Maestro les aseguraba que con dos filos bastaba para defenderse eso suponía que el misterioso enemigo contra el que les advertía no debía ser muy numeroso. Los hombres, prisioneros del tiempo, y los ángeles, prisioneros de nuestra dignidad, somos así.

A mí, lo que más me sorprendía de aquella noche de sorpresas era la mirada de mi Señora Miriam, pendiente de la puerta por la que, minutos antes, había salido Judas. Iscariote. Sus ojos, alarmados, parecían pegados a ella.

Luego, cuando el maestro terminó de darnos las últimas instrucciones, nos pidió que le acompañáramos al huerto contiguo, una parte de la finca de la viuda Miriam, situada al otro extremo de la casa, una finca llamada Getsemaní. Todos, visibles e invisibles, nos levantamos pero el Maestro, con un gesto sereno, le pidió a Miriam y a las mujeres presentes que se quedaran allí.

El camino hasta Getsemaní no era muy largo, aunque había que pasar por los establos y rodear una huerta como de una hectárea. De hecho, a aquel huerto de olivos también se podía entrar desde el paso público que bordeaba toda la hacienda. El camino era corto y ya era noche cerrada en aquella primavera jerosolimitana. El viento producía una sensación de frío pero lo peor es que el aire era maligno, Sentía la presencia del enemigo que seguía a su superior, aquel que conduce hacia la luz  que no otra cosa significa Lucifer. Percibí a millares de adversarios, jamás había visto una concentración tan numerosa desde los días de la gran batalla. Más que eufóricos parecían ebrios de sangre, como un ejército preparado para el saqueo.

Llegados al huerto, el Maestro pidió que le acompañaran hasta el interior Pedro y los dos hermanos Zebedeos, mientras los demás se quedaban a las puertas del olivar. Pedro llevaba su espada, colgada al cinto: podíamos estar tranquilos.

(Mt 26, 6-30; Mc 14, 3-32, Lc 22, 7-38)

Eulogio López

eulogio@hispanidad.com